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Cuando algo recibe la etiqueta de «dudoso» esto significa que no hay hueco para la duda. Si mencionamos que un tipo destila dudosa reputación pensamos de inmediato que se trata de un mal bicho enganchado a las trapacerías más abyectas. Un garito con fama de dudoso nos indica que, en la rebotica, existe cierto trasiego de polvitos artificiales y además su barra sujeta mendas patibularios, gente dudosa, que decíamos antes. Si un barrio es dudoso entonces entendemos que basta atravesar por sus calles para sufrir un palo y regresar al hogar sin el peluco.
Un informe apunta que, en Valencia, dos de cada tres valencianos utilizan mascarillas de «dudosa utilidad». La traducción que podemos intuir no ofrece ninguna duda y sería la siguiente: dos de cada tres valencianos emplean mascarillas que no sirven para nada más allá de tirarse el rollo, evitar las multas y las malas miradas desplegadas por otros peatones. Así pues, seguimos luciendo mascarillas sólo por el qué dirán puesto que, en efecto, su labor de blindaje contra el virus es la misma que si nos enfundásemos un calcetín velando la napia y la boca. Cierto es que el planeta de los informes engorda una vasta galaxia y los encontramos para todos los apetitos, pero tampoco se entiende que, pese al masivo uso de estas prosiguen los contagios a velocidad de bólido, luego en efecto, volvemos al punto de partida: la mayoría de las mascarillas son un filfa. La estética, parece ser, sería uno de los principales problemas. Se prefiere una mascarilla dotada de cierto diseño antes que una eficaz, comprometida con la triste lucha que mantenemos. Esclavizados por la imagen que no es sino la tarjeta de presentación que le explica al resto algunos apuntes de nuestra personalidad, preferimos molar aún a riesgo de enfermar, con lo cual hacemos el tonto. Sin ninguna duda.
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