No acabo de desvelar el misterio de la exclusión con que el gobierno Sánchez castiga a la educación concertada en las ayudas para la adaptación a la situación generada por el COVID19. Esto hará peligrar a muchos colegios, y no se entiende, entre otras cosas, porque hay una ley (1985) que regula la relación del sector con el Estado. Ley socialista, por cierto. La importancia de la Educación para una sociedad es grave, y exige acuerdos serios, solventes, duraderos entre las fuerzas políticas. Llevamos décadas clamando por ello. Como asunto de Estado que es requiere visión de Estado, algo tan escaso por aquí que ofende al sentido común. Y por eso cada vez que surge un problema nuevo es motivo de discordia creando un «casus belli» al primer pretexto; así ocurre con la violencia de género, la homosexualidad o el feminismo. Es desalentador pensar que estas broncas se puedan provocar ex profeso para crear debate ideológico e interesado recurrentemente. Los políticos que así actúan desmerecen al gremio; realmente son la antítesis: en lugar de solucionar problemas los generan, esperando recoger la ganancia del 'río revuelto'. Nos han tupido de rencores el lecho de la Patria, decía Unamuno.
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La citada exclusión de Sánchez-Celaá para con los colegios 'concertados' supone una arbitrariedad generadora de conflicto y confusión. Arbitrariedad porque tal abandono rompe un acuerdo del Estado con un sector que, en base a ello, ajusta todo su cuerpo lectivo y economía a las normativa pública; son, pues, colegios públicos de facto con titularidad privada; y ni la gestión escapa al control: están regulados sus procedimientos, relaciones laborales, etc. y tienen limitaciones establecidas: plazas, financiación, horario.
Arbitrariedad porque allí educan a dos millones de estudiantes a los que se abandona en función de lo que acontezca con su colegio por una crisis sanitaria de grave repercusión económica.
Arbitrariedad porque sus padres también contribuyen al Erario público. Arbitrariedad, y temeridad, porque el servicio que dan estos centros el Estado sería incapaz de reemplazarlo en corto y medio plazo, salvo un 'exprópiese'.
Arbitrariedad, en fin, porque no calibrar las consecuencias avocan al desastre. Adam Smith como Raimond Aron, liberales ambos con dos siglos de diferencia, abogaron por la gratuidad de la enseñanza que permita la educación a familias pobres, con derecho pero sin medios.
Aún tendrán razón los norteamericanos cuando dicen que la educación de los hijos es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos. Pero la ministra Celaá no piensa igual y, con su voz engolada, dijo aquella inquietante frase de que «los hijos no son de los padres».
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Esto rezuma pensamiento totalitario. Pero claro, fueron los socialistas, no los fascistas, quienes idearon esto de controlar todas las actividades del individuo desde su nacimiento hasta su muerte. Y si entramos en el cansino debate público-privado, como si no pudieran convivir, Popper, defensor de la igualdad de oportunidades, solo factible con una educación de calidad para todos, rechazaba la enseñanza «exclusivamente estatal».
En Suecia, tan admirada por el socialismo español (aún siendo capitalista y monárquica), el «cupo escolar» permite a la familia elegir los colegios según su propio criterio, lo que redunda en mayor ayuda estatal a los centros de mayor calidad. Una sana competencia, porque lo importante es la educación de los niños no los sillones de los políticos.
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Pareciera que aquí lo de la exigencia y la calidad no conviene, y se busca más una especie de «modorra complaciente» facilitando la obtención de titulaciones. Como advierte Javier Orrico, en 'La tarima vacía', en España el profesor ya no es transmisor del saber, sino animador cultural; es uno más entre iguales; no impone, sino que propone; no exige, transige. ¿Perjudicados?: los más desfavorecidos. Empiezan a aclararse mis dudas: pretenden controlar toda la educación y acabar con el derecho de los padres a elegir centro para sus hijos; así, decide y controla el Estado. Durante la II República, ante la política educativa que se imponía, el institucionista José Castillejo preguntaba qué tipo de juventud se formaría, si católica, fascista o comunista; si se respetaría la conciencia de los niños; y si los maestros serían tal cosa o delegados políticos. Mientras todo esto pasa, Celaá y compañía mandan a sus retoños a colegios de elite.
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