En las novelas de Edgar Rice Burroughs o en los tebeos basados en su personaje Tarzán, el codicioso hombre blanco exploraba la frondosa selva africana buscando el mítico cementerio de elefantes. Los elefantes, magnífica leyenda que nutría mis sueños infantiles, cuando percibían la cercanía de su muerte marchaban entre severos y fúnebres para morir en un valle secreto junto a sus antepasados. Y allí, montañas de marfil formaban un tesoro que podía jubilar con sublime holgura a cualquiera sin el temor a la mierda de pensiones que nos quedará a los de mi generación. Al elefante ya se le humanizó con esa capacidad para enterrarse en secreto sin necesidad de eficaz sepulturero o plañideras de atrezzo. Luego llegó Disney para derramar babas y lágrimas de infecta sensiblería con el orejudo Dumbo, en fin. Prefiero, naturalmente, la magnificencia macabra de esos paquidermos cimarrones largándose discretos hacia el último suspiro sin propinar tabarra al prójimo. Nos ha sorprendido la imagen de esos elefantes, genuina mirada de orfandad, desconcertados sobre el asfalto de una autovía tras un accidente. Colosos morosos y tristes. Desubicados, desconcertados, heridos y perdidos. Su majestuosidad jibarizada en mitad del páramo. Uno murió. Los animalistas, por supuesto, han protestado y aprovechan para exigir que los circos prescindan de los animales. Resulta imposible no sentir compasión hacia esos pobres elefantes en estado de shock tras una catástrofe de carretera. La estampa conmocionaba por absurda y terrible. Pero no conviene olvidar a las 26 personas que se han dejado su vida en los accidentes de estos días de vacaciones. Demasiadas familias rotas y de nuevo el implacable peaje de sangre que no cesa. El cementerio de elefantes nunca existió. La muerte de esos 26 representa un espanto de cruel realidad.
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