Elegancia jibarizada

Estas fechas de jornadas vacacionales sirven de aperitivo veraniego, suponen ese trago corto pero reconcentrado de lo que llegará cuando julio o agosto. Algunas temporadas la bonanza climática nos permite, a los de elegancia jibarizada, sacar del armario los pantalones cortos y las camisas Elvis Presley estilo 'aloha Hawai' porque de ese modo proyectamos nuestra pereza hacia los calores playeros que luego vendrán. En cualquier caso, alcanzado este punto, resulta inevitable pensar en la playa y sus placeres.

Claro que, si de verdad nos obligan a lucir la mascarilla incluso mientras las olas lamen nuestros tobillos, la cosa cambia pues la desilusión, todas esas evocaciones preñadas de dulces promesas que luego jamás se cumplen, se incrusta en nuestras entrañas. A la playa marchamos bajo el fogonazo de la despreocupación algo chabacana que nace en el chacoloteo de las chancletas y se ramifica hasta las gafas de sol pasando por la mano que sujeta la toalla. La playa permite desparramar las mollas y tolera una falta de vergüenza que en ningún otro lugar, salvo en un after a las tantas, estalla con tanta intensidad. Entiende uno la necesidad de frenar la temible cuarta ola antes de que su embestida nos triture mientras colapsa, de nuevo, el sistema sanitario; comprende uno el miedo que ampara las decisiones erráticas de unos jefes que funcionan con el dato del último momento, pero suena un poco extraño perrear en la playa, en solitario, sin nadie alrededor a primera hora de la mañana, y mirar el horizonte con el bozal sobre la faz no sea que irrumpa un policía local que yacía agazapado tras un duna para propinarte el multazo. Entre correr el riesgo de contagiar al prójimo o difuminar el gozo playero por culpa de la mascarilla, la responsabilidad obliga, sin duda, a optar por lo segundo. Pero, ¿no estaremos exagerando?