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La historia humana es tan extensa que los precedentes, fuentes y parangones disponibles sobre los que fundamentar con relativa seguridad una acción presente son abundantísimos. ... Ignorarlos es de una negligencia delictiva.
Desde que llegó la democracia, todos los que han ido asumiendo la dirección de la Generalitat Valenciana, incluidos los de centro-derecha, han adoptado como uno de sus marcos referenciales la Cataluña pujolista. Hacen suya esa máxima popular según la cual el nacionalismo vecino es el que acaba mamando más gracias a su habilidad para el llorito y el chantaje. Es innegable que éste lleva siglos y siglos vacilándose a la Corona española y obteniendo pingües beneficios del ronroneo quejoso en perjuicio del resto de aquellas regiones que no experimentaron ese carlismo ultramontano que, después de agazaparse tras los gruesos muros de los monasterios románicos, metamorfoseó en un separatismo naif que hoy oculta torpemente sus pulsiones violentas. Como afirma horrorizada Cayetana Álvarez de Toledo en su imprescindible libro 'Políticamente indeseable', es la proximidad a los nacionalismos centrífugos la que hoy marca la centralidad política. Nada más lejos de la realidad. Aunque los representantes de los nacionalismos periféricos nos resulten simpaticotes profesores de secundaria con la camisa sin planchar, son de una naturaleza profundamente reaccionaria. La ex portavoz popular en el Congreso y fundadora del movimiento cívico Libres e Iguales también narra en su libro un encuentro en 2014 con lo que ella llama la «élite catalana» en el barcelonés Círculo Ecuestre, premonitorio quizá para los valencianos, que derivó en un relato acusatorio. De entre todos sus reproches a esas élites empresariales destacaron el de «no haber tejido una urdimbre constitucionalista», el «de haber sido cómplices por convicción, miedo o dejación de funciones con el procés» o el de «[reaccionar sólo] cuando un nacionalismo sobreprotegido, legitimado y empoderado (...) intentó votar la segregación unilateral de Cataluña».
A los valencianos se nos vendió como salvífico el paradigma catalán y nosotros, admitámoslo, asentimos tímidamente con nuestro voto e incuria. Asumimos casi sin oposición postulados como el de la absurda carta de naturaleza idiomática valenciana en un territorio cuya configuración histórica y cultural es tan diferente a la catalana. Y aunque no debemos caer en el alarmismo -contamos con la ventaja de saber, en un estadio aún temprano de nuestro proceso, que esas estructuras mentales importadas conducen a la autodestrucción- debemos ser exigentes con nuestras élites locales y constantes en la prevención
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