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Ya saben ustedes que a un niño no se le puede prohibir que pulse un botón porque entonces, corroído a la vez que atraído por ... esa prohibición, acabará deslizando su dedo para presionar el dichoso botón. Aunque le asegures que la vivienda explotará si lo hace, él lo hará porque será superior a sus fuerzas. Necesita hacerlo. Tiene que hacerlo. Una superior fuerza cósmica le empuja a ello. En cambio, si no le dices nada ni se fijará. Creo que esto se llama 'psicología inversa', pero no me hagan demasiado caso.
En cuanto averigüe que el ministro Garzón pretende emprender una santa cruzada contra esas curiosas bebidas llamadas energéticas (creo), sentí un irrefrenable deseo por probarlas todas. Nunca le habría prestado atención a este clase de brebajes, de elixires presuntamente tonificantes, vigorizantes, reconstituyentes. Vamos, en mi vida se me habría ocurrido pimplarme uno, ya su aspecto tan juvenil, festoneado a base de colores estridentes, me repelía. Pero ahora mismo, si no fuese porque me supera la pereza mañanera, bajaba a la calle, me zambullía en el supermercado y compraba varias latas de diferentes marcas para marcarme una cata y salir del hogar con el brío de Batman cuando se dedica a cazar malandrines amparado por la noche. Claro que, resulta un poco triste, en fin, comprobar cómo despilfarra este hombre su espléndido talento con tal de preservar nuestra salud. Lo del subidón-subidón de la luz no va con él, es demasiado obvio y ya no milita en la oposición para entonar la melodía de la pobreza energética. Ahora encauza su tesón hacia otras luchas, como lo de esas bebidas burbujeantes que te ponen a cien y que estoy deseando encajarme entre pecho y espalda. Imposible no recordar aquella película de Ozores, 'Los energéticos', con Pajares y Esteso. Alberto Garzón lo habría bordado en esa comedia tan hispana.
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