Recuerdo a un chaval tirando a regordete que se sentaba en la silla y hablaba con timidez. Yo, frisando los 30, le preguntaba intrigado por cómo había encajado en la Armada española, que entonces nos parecía lo más, el cenit de nuestro tenis. En ningún momento imaginé que, casi veinte años después, el público del Godó se pondría en pie para brindarle una sentida ovación mientras aquel chico, convertido ya en un fibroso clásico del tenis, colocaba tiernamente su badana sobre la tierra batida en su despedida del torneo con más abolengo en España.
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Se acaba. A David Ferrer le queda pasar por Madrid y tirar la raqueta para siempre. Está en el epílogo de una carrera triunfal donde ha sumado, creo, más admiración que títulos. Buceo en la hemeroteca y me empuja bruscamente hacia el pasado de nuevo. Al año 2002, cuando ganó el primer Open Ciudad de Valencia en el CT Valencia, donde parece que siempre huele a su célebre paella de verduras y donde los socios te miraban con desdén por esa semana donde algunos extraños invadíamos ese coto de exclusividad. Aquel título le reportó seis mil euritos y 55 puntos ATP.
Aquello suena ahora como la propina roñosa que dejas en un mugriento bar de bravas pringosas y cerveza de barril. Porque 17 años después de aquel triunfo menor, Ferrer ha ganado 31 millones de dólares solo en premios. Los tenistas odian que la ATP publique sus ganancias porque el dato segrega envidia insana y no refleja las horas de sufrimiento, pegando raquetazos rabiosos bajo la solana y luchando contra rivales y una cabeza que siempre intenta protegerse del dolor invitándote a rendirte.
Una vez, también en el CT Valencia, fui a hablar con Javier Piles, el fantástico entrenador que lo encumbró, y, a raíz de la remontada que había protagonizado, le lancé a dos manos una pregunta que yo creía retórica: «David ha demostrado que es un ganador, ¿no?».
Piles, siempre serio y cerebral, me contestó: «En absoluto. David nunca ha sido un ganador. Lo que le pasa es que odia perder con toda su alma».
Ya nunca olvidé aquella réplica de un técnico que se exprimía corriendo cada día porque era lo único en lo que todavía podía batir a Ferrer. Y él pensaba que eso hacía que el tenista nunca le perdiera el respeto. Y no lo olvidé porque creo que me retrató al jugador de Xàbia.
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Años después me sorprendió que Toni Nadal, el hombre que construyó a la mayor leyenda del deporte español, dijera que admiraba más a Ferrer que a Rafa Nadal. Yo creo que venía a decir que tenía más mérito lo del valenciano que lo de su sobrino. Y, habiendo seguido gran parte de su carrera, habiéndome tragado decenas de partidos suyos, llegas a la conclusión de que sudó cada punto de su trayectoria. Y así, punto a punto, set a set, torneo a torneo, fue perfilando la imagen del guerrero que ha sido.
A sus 37 años, aún le quedan gotas de genialidad, como demostró ante Zverev en Miami, pero el tenis se le escurre de las manos. Y camino de los 40, con el respeto absoluto del mundo del tenis por su calidad, su tremendo espíritu combativo y su carácter humilde y educado, se marcha con poco más por hacer. En el Godó tuvo el privilegio de despedirse ante Rafa Nadal, con su mujer, Marta, en la grada sujetando, emocionada, llorosa, al pequeño Leo, que el sábado cumplirá su primer año.
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Es el momento de mirar hacia atrás y ver una estela larga y brillante. Con sus tres Copas Davis, 726 victorias -331 en tierra batida, donde solo le supera un jugador en activo, Nadal-, siete temporadas acabando entre los diez mejores del mundo, manteniéndose en el top 50 desde el 7 de febrero de 2005 hasta el 22 de julio de 2018. Casi nada. O los 50 torneos del Grand Slam seguidos que logró encadenar hasta que una lesión en el codo le apartó de Wimbledon.
Lejos, muy lejos, queda ya su primer título ATP, en 2002, frente a José Acasuso en Bucarest. Y cómo, curiosamente, tuvo que ser frente al argentino con quien cortara la mala racha sin trofeos, en 2006, al vencerle en cinco sets en el torneo de Stuttgart.
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Más allá de la purpurina del tenis, metiéndose en la tierra hasta llegar a sus raíces, está el amor incondicional a su tierra. A Xàbia y a la Comunitat Valenciana, de donde, más allá de una corta aventura en Barcelona, nunca ha querido moverse. Aquí volverá cuando, harto de aviones y calcetines llenos de tierra, diga adiós.
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