Muévete. Al mensaje, rotundo, le secunda un zumbido turbador. Venga, chaval, un paseíto que te atrofias, viene a decir. Lo que me quedaba por ver. Después del jefe, los hijos, la mujer y hasta la caprichosa vejiga del caniche toy que un rey mago guasón olvidó en mi chimenea; después del estómago, el despertador y el piloto de combustible del tragaldabas de mi coche... Después de todo eso, ya sólo me faltaba recibir órdenes de una pulsera de actividad. Y ojo con despistarse, que una barrita advierte de que éste ha sido sólo el primero de tres avisos, como en los toros, haciendo temer que el dichoso chisme se autodestruya igual que los mensajes de Ethan Hunt o nuestro Mortadelo. Así que cumplo sumiso los preceptos de mi pulsera esclavista antes de concederme un desagravio cerveza en mano. Y es entonces cuando lo veo. Un muñeco del tamaño de un puño, surgido de algún bazar a juzgar por su austeridad aparente, se ha unido a la fauna doméstica. No caigo en cuánto lo infravaloro hasta que indago en la red. El curioso invitado, de nombre impronunciable, es un neonato alienígena a quien al parecer hemos adoptado. Trae cartilla sanitaria y requiere tanta atención médica que valdría la pena suscribirle un seguro privado. Incluso hay que llevárselo a una tal enfermera Tania para que lo vacune. En un centro comercial, por supuesto. Para cuando descubro lo que cuesta la presunta baratija, su ajuar y botiquín, la cerveza se ha calentado. Y no es cuestión de escatimar en el gasto, que ya te alerta solícito el fabricante de que sumirlo en un sueño profundo sería 'superpeligroso'. Lívido ante el desfalco que se adivina o la perspectiva de que el marcianito acabe feneciendo en mi humilde morada, decido aguardar agazapado en el sofá hasta pillar in fraganti al alma cándida que ha convertido mi salón en un paritorio de cunas de oro, pero un conocido zumbido interrumpe la vigilia. Muévete, ordena mi tirano parco en palabras con su insolente tuteo. Necesito un relevo en la guardia, pienso contrariado al tiempo que reflexiono sobre el momento justo de nuestra evolución como especie en que comenzó a irse todo a hacer puñetas.
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