Ni España se acaba en Madrid ni Madrid es el problema de España. La tan cacareada polarización del debate -que incluye el recurso al insulto, la descalificación y el menosprecio por parte de personas supuestamente ilustradas pero que o bien en las redes sociales o bien en la tribuna de un hemiciclo se comportan como hinchas al borde del ataque de histeria- nos impide abordar colectivamente, sin prejuicios y sin extremismos el papel que la capital y la peculiar comunidad que la engloba debe tener en el conjunto del Estado de las autonomías. De tal forma que a la tradicional madrileñitis que vive en el convencimiento de que cuando llueve sobre su ciudad lo hace en todas partes se contrapone ahora una madrileñofobia que busca en el centro de la piel de toro la explicación cuando no la excusa a las disfuncionalidades, carencias e injusticias de nuestro sistema político y su modelo territorial.
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España, como se defiende siempre desde la periferia -Valencia incluida-, es plural, diversa, no uniforme, con más de una lengua, con culturas, tradiciones e historias diferentes que no sólo deben ser respetadas sino promocionadas. Por supuesto, aunque en eso no somos muy distintos del resto de países de nuestro entorno, incluso de cualquier lugar del planeta. ¿O piensan acaso que un francés de Bretaña es idéntico que uno de Occitania o de la Costa Azul? ¿Es que no leen las divergencias y hasta los intentos de ruptura entre las regiones de la Italia del Norte -como la Lombardía y el Piamonte- y las del Sur -Campania, Calabria...-? ¿Hay alguien que piense seriamente que todos los brasileños o todos los senegaleses o todos los japoneses responden a un único canon nacional sin matices? España es plural, sí, como todos, y esa pluralidad debe ser blindada ante cualquier intento de homogeneización.
Pero una cosa es salvar la variedad y otra muy distinta es excitarla hasta convertir en inhabitable e inviable el patio que venimos compartiendo desde hace siglos, que es a donde pretenden llegar algunos. Unos, porque es lo suyo, no se sienten españoles y sueñan con trocear uno de los estados más antiguos de Europa, y los otros, porque ven en dicha operación su única posibilidad de alcanzar un poder que por la vía de las urnas se les resiste, hasta el punto de que el líder supremo ya se está buscando una salida profesional en la televisión del régimen políticamente correcto por si el martes los madrileños no votan lo que él quiere.
Madrid no es toda España pero España no se entiende sin Madrid, la ciudad y su área metropolitana, que congrega a más españoles procedentes de todas partes del país que a madrileños de los de ocho apellidos, un lugar cuya característica fundamental es no hacer religión de la identidad, no excluir a nadie por no hablar una lengua, no inventarse una historia para marcar diferencias y poner obstáculos. Si la madrileñitis que sólo informa de la Selectividad cuando empiezan los exámenes en la capital es exasperante, la madrileñofobia es más tóxica, al basar su raquítico argumentario en la simpleza de que el otro, en este caso el madrileño, tiene la culpa de todo.
España funcionaría mejor, estaría menos tensa y se aguantaría más si esas dos afecciones territoriales que padece desaparecieran o al menos redujeran su intensidad, si se entendiera que la variedad no puede significar disgregación, si la defensa de las lenguas autóctonas no implicara el ataque al idioma común, si se asumiera que la capital del Estado siempre aporta a la beneficiada un plus, un privilegio, aquí, en el Reino Unido con Londres, en Francia con París, en Argentina con Buenos Aires y hasta en Antigua y Barbuda con Saint John. No me hago, no obstante, muchas ilusiones al respecto. Porque entre los amantes del traje único para todos y los que están por romperlo en mil pedazos, los enemigos no es que sean más pero es que hacen mucho más ruido, crean una permanente e inquietante incertidumbre y no permiten avanzar por un camino de racionalidad, sentido común, debate moderado y propuestas asumibles.
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Pase lo que pase, las elecciones de pasado mañana no son extrapolables al conjunto de España, aunque tienen algo de plebiscito sobre la gestión del Gobierno durante la pandemia así como acerca de su alianza con los partidarios del modelo rupturista. Hablar de reconquista suena excesivo, además de cursi, pero hay algo simbólico en unos comicios que en el fondo y también en la forma atañen a un país extraordinario que desearía quererse más a sí mismo.
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