En noviembre de 2021, la Oficina de Naciones Unidas para Asuntos del Espacio Exterior (UNOOSA) tenía registrados 8.029 satélites artificiales orbitando la Tierra. Oficialmente, ... pues igual hay algún otro que quede fuera del control del organismo internacional. Y, entre los oficiales, a día de hoy seguro que hay alguno más. Una barbaridad de la que cabe deducir varias cosas: que no se sabe cómo no chocan entre ellos, que a diario andamos por aquí abajo pendientes de cositas con mucha arrogancia cuando apenas somos motas de polvo domésticas, vistas desde allá arriba, y que, desde luego, estamos más vigilados que una pelota en danza durante un partido de tenis.
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Sabemos de sobra que nos espía hasta el vecino de al lado, porque nuestras palabras se escuchan incluso sin querer a través de los estrechos tabiques. Nos miran cámaras que vemos y que no vemos en cualquier lugar de la calle, en las carreteras, en los bancos, en centros comerciales, en gasolineras, en las colas de los espectáculos, en las propias salas donde nos sentamos o quedamos de pie, al entrar, al salir, al subir, al bajar... La inteligencia artificial de la que tanto se alardea nos tiene cogidos al momento, a cada instante. El big data, del que tanto se presume al desplegar estrategias comerciales y al trabar el prometedor futuro que nos acogota, se compone de infinitos datos acumulados sobre nosotros... a base de tenernos vigilados, de espiarnos. Nos escuchan micrófonos que ni vemos, los que llevamos incorporados en nuestros móviles y los del vecindario; nos oyen y miran los drones que vuelan sobre nuestras testas sin hacer ruido, nos escudriñan con resoluciones casi de milímetro cientos y cientos de satélites dispuestos para ello, tan solo depende de cuál esté en posición en tal momento, y por supuesto somos tan previsibles y poquita cosa que ni siquiera debemos interesar a casi nadie, más allá de que compremos lo que toca, cumplamos con lo mandado y no nos salgamos del orden.
Estamos tan espiados, y muchísimo más quien tenga algo importante que otros quieran espiar, que ni nos damos cuenta de que llevamos y pagamos los instrumentos de espionaje básico y omnipresente: nuestro móvil, nuestro ordenador, los cachivaches que nos colocan con la tentación domótica: el internet de las cosas, el ojo que todo lo ve. De ahí que nos sorprendan personas con mando en plaza, a las que se supone inteligencia y conocimiento por sus cargos, que se alarmen al sentirse espiadas. Es que es ilegal, dicen. Toma ya. Y piden que se investigue. Eso, pregunten a un señor espía si de verdad espía. O qué oficio pone en su tarjeta de visita. Nos pasamos de ingenuidad.
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