Esteban González Pons ha muerto, no llamen más
UNA PICA EN FLANDES ·
Secciones
Servicios
Destacamos
UNA PICA EN FLANDES ·
El teléfono suena con impertinencia, no cuando menos lo espero, sino cuando más me incomoda. No sé cómo lo hace, pero lo consigue. Si no a la hora de comer, será mientras asisto a una reunión con mi jefe o cuando voy cargado con la compra que se me cae porque elegí no pagar los cero veinte de la bolsa. Entonces una voz, generalmente americana, aunque no siempre, me saluda con parsimonia testudínea: ¿señor Esteban González Pons? Ignoro por qué me quita el don. Sí, soy yo, dígame, respondo con la expectación del que ha descolgado a un número que no está en su agenda. Y ahí es cuando me cae la monserga. Igual que si mi interlocutor, interlocutora o interlocutore, estuviera bajo los efectos de un potente bebedizo, me recita, inasequible a mis protestas, las innumerables prebendas, ¡no se deja ni una en el tintero!, que obtendría si cambiase de compañía telefónica, eléctrica o de gas. La voz no se calla, aunque le grite. Le cuelgo para escapar. Y bloqueo su número para protegerme. Pero resulta un esfuerzo vano, pues al rato y desde un teléfono distinto, la misma voz me atrapa otra vez. Me desespero.
Piluca suele espetarle a la voz que ha obtenido sus datos de forma ilegal y que la va a denunciar, pero a esa voz no le inquietan las denuncias, nunca oyó hablar de la protección de datos. Contesta que el nombre aparece en un fichero que le han dado y que por eso puede llamar, porque el nombre está ahí..., como si de una cosa se dedujera la otra, y que en todo caso seguro que le interesa el mensaje comercial que le va a transmitir. Y recomienza su recitado con la cadencia exasperante de una tortura por gota china.
La otra tarde, irritado por la insistencia con que me aporreaba la voz para ofrecerme una nueva empresa telefónica, a punto de tirar el móvil por la ventana, decidí cortar por lo sano. Esteban González Pons ha muerto, le solté, lo estamos velando ahora mismo, al recibir su llamada nos hemos percatado de que el pobre llevaba un teléfono en el bolsillo del traje. La voz titubeó, por primera vez me pareció que se retiraba. ¿Quién es usted?, me preguntó. ¿Yo?, el heredero, alegué. Y me embebí del éxito que estaba obteniendo mi estrategia: le rogué que borrase a Esteban del fichero, que respetase el dolor de la familia y que no volviera a telefonear. La voz titiló lejana un «lo siento» y se calló otro segundo sin colgar, pero regresó: «Pues a usted también le interesa mudarse de compañía. Digamos que ha sido seleccionado para disfrutar de nuestro descuento monstruo. Ahorita paso a exponerle nuestras ventajas...». Abandoné toda esperanza.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.