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ESTRATEGIAS DE COMEDOR

Álvaro Mohorte

Valencia

Domingo, 11 de noviembre 2018, 10:26

Mi madre me recogía cada mediodía del colegio para devolverme a las aulas antes de las 15:30. Con frío o calor, cruzábamos el puente del Ángel Custodio, hoy jalonado por el Palau de Música y el de Les Arts, pero que entonces sólo empalmaba dos trozos de ciudad por fuera del margen: Monteolivete y la Avenida del Puerto.

Lo que hoy es la Ciudad de las Artes y las Ciencias eran industrias químicas de las que únicamente quedan como recuerdo orgullosas chimeneas solitarias entre palmeras, césped y pipicanes. Mi madre siempre ha sido buena cocinera, pero las pocas veces que no pudo recogerme y tuve que quedarme al comedor todavía están impregnadas en mi memoria de satisfacción. Los que se quedaban a diario no le veían la gracia, pero para los eventuales se convertía en un viaje iniciativo.

Recuerdo los vales verdes de cartulina que tenías que llevar en la mano para cruzar las puertas de madera lacada en azul y cristal escamado. Las mesas rectangulares y sin mantel en las que te servían la sopa en platos de Duralex y las jarras de agua de metal. Sopas, pechuga empanada, lentejas, garbanzos... el menú era contundente y la tecnología aún no permitía precocinados más avanzados que las croquetas y empanadillas para freír. El postre solía ser lo peor de la propuesta, con la pera Conferencia como gran emblema.

Supongo que por una cuestión cultural, las cuidadoras otorgaban a los más revoltosos quedarse sin postre como pena máxima... sin valorar qué estaban dando a cambio. Quedarse sin postre cuando había pera significaba salir al patio antes y evitarse la ingesta de los acuosos gajos. Además, el delito podía ser levantarse de la mesa. Al ser un eventual, no sabían tu nombre y ni tu madre ni tu profesor se enteraba de esa fechoría. La ocasión la pintaban calva.

Señala Paco Muro en su libro 'G. E. R. Gestión Eficaz de Recompensa' que hay que tener en cuenta qué se está premiando al conceder incentivos. Señala cómo se demanda visión a largo plazo, pero se mide por resultados anuales o trimestrales. Se reclama eficiencia en el gasto, pero se recorta presupuesto a los departamentos que ahorran. Se reclama eficacia, pero se carga de más trabajo al que produce mejor y más rápido.

Así se termina premiando a los cortoplacistas, a los laxos en el control del dinero ajeno y se facilita la vida a los haraganes. Además, siguiendo la máxima de «el que no llora, no mama», se incrementa el sueldo a los que más protestan. Igualmente, se demanda el impuesto de las hipotecas a los bancos, que pueden repercutir en el cliente el dinero que supuestamente les correspondería abonar. Permitiéndoles apuntar como cuenta pendiente con quien hace la ley. Más allá de la empresa, se cede ante los que más amenazan y despiertan el miedo. Regalándoles el placer de saberse poderosos.

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