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La eutanasia no es un derecho, es un fracaso social

VICENTE BELLVER CAPELLA CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO Y POLÍTICA (UNIV. VALÈNCIA) GRUPO DE ESTUDIOS SOCIALES E INTERDISCIPLINARES (GESI - FUNDACIÓN UNIVERSITAS) WWW.FUNDACIONUNIVERSITAS.ORG ANNIE SPRATT

Sábado, 21 de noviembre 2020, 09:51

Todos queremos que nos reconozcan nuevos derechos. Ensanchan la libertad, abriendo horizontes de felicidad para nuestra vida. El problema es que muchas demandas que no son, en realidad, derechos (sino, más bien, lo contrario), se revisten de esa condición para recabar el favor ciudadano. La eutanasia es un caso paradigmático. ¿Tengo derecho a exigir que otro acabe con mi vida? No se me ocurre ningún derecho que consista en reducir o anular definitivamente las posibilidades de seguir ejerciendo mi libertad. Se puede defender la eutanasia por muchas razones, pero no resulta evidente que pueda ser defendida como un derecho. Que la proposición de ley reguladora de la eutanasia, que se tramita en estos momentos en el Congreso de los Diputados, se presente como un derecho hace sospechar que, para convencer a la opinión pública sobre algo extraordinariamente problemático, se haya optado por el recurso fácil de cubrirla con la bandera de los derechos.

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En mi opinión, aprobar una ley de eutanasia en la actual coyuntura que vive España no supone consagrar un nuevo derecho sino sancionar un fracaso social. En primer lugar, porque no parece que la respuesta del Gobierno ante la pandemia que sufrimos deba consistir en aprobar una ley que permita dar muerte a los más mayores, enfermos y dependientes, los mismos con los que se cebado el virus en los últimos meses. ¿Es razonable que, en lugar de priorizar las medidas que garanticen la protección y los cuidados integrales de estas personas, les presentemos la eutanasia como alternativa? No hay país en el mundo que, en medio de la pandemia, haya considerado prioritario regular la eutanasia.

Aunque la cuestión sobre la licitud o no de la eutanasia es antigua, no podemos decir que en España la hayamos afrontado con un debate público riguroso. Es una pena que esté a punto de aprobarse una ley que altera radicalmente la protección de la vida humana, sin que los ciudadanos hayan tenido la oportunidad de reflexionar y deliberar sobre las razones que sostienen o refutan ese cambio. Aquí querría contribuir al debate con un par de argumentos que llamarían, de entrada, a no precipitarse con la reforma legislativa.

Primero, debemos reconocer que, desde el momento en que se acepte la eutanasia, las personas con enfermedades crónicas o terminales van a sentir todos los días en sus oídos el susurro de una insidiosa pregunta: ¿seguro que te sigue valiendo la pena vivir en esas condiciones? Antes de poner a nadie en esa situación, ¿no será mejor promover una cultura social que afirme con contundencia que la vida de todo ser humano vale siempre y que, por ello, vamos a dedicar todos los esfuerzos necesarios para que las personas puedan morir cuidadas, en paz y sin dolor? Si la sociedad manifiesta con sus leyes y sus políticas públicas que el periodo final de la vida de cualquier persona es tan significativo y valioso como todos los anteriores, y que por tanto merece ser debidamente atendido, es mucho más probable que las personas descubran el sentido que tiene esa etapa final de la vida. Si, por el contrario, el mensaje que reciben las personas vulnerables es que el final de la vida puede resultar indigno de ser vivido y que, en esos casos, es mejor provocar la muerte, muchos se dejarán llevar por ese sentir: ¿para qué voy a cargar a mi familia y al Estado con los muchos cuidados que preciso, si mi vida ya no merece la pena ser vivida?

Segundo, debemos reconocer que es extraordinariamente difícil distinguir entre una genuina demanda de eutanasia y el grito desesperado de quien querría pedir ayuda para sobrellevar el tramo final de la vida, pero solo se ve capaz de pedir que acaben con su vida. Quien piense que es fácil discernir uno y otro mensaje, ni conoce al ser humano ni cómo funciona la medicina protocolizada actual.

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Hace pocas semanas el Comité de Bioética de España publicó un extenso informe sobre la eutanasia y el final de la vida. Sus conclusiones principales, adoptadas por unanimidad de sus miembros, eran las siguientes. Primera, no se puede decir que exista el derecho a la eutanasia; al contrario, la eutanasia es contraria a los derechos de la persona. Segunda, urge universalizar unos cuidados paliativos integrales, capaces de atender hasta las situaciones más difíciles, como el llamado sufrimiento existencial refractario. El informe aborda, además, el impacto que la eutanasia tendría sobre las profesiones sanitarias, que se verían obligadas a incorporar entre sus fines, no solo el de curar y cuidar de la vida frágil, sino también el de acabar con la vida humana cuando concurran determinadas circunstancias. Quizá, por eso, los representantes de esas profesiones hayan tendido a rechazar esa opción y a subrayar la importancia del cuidado integral hasta el final.

Aprobar una ley de eutanasia sin el imprescindible debate ciudadano; sin haber asegurado antes una cobertura universal de los cuidados paliativos; y cuando muchas de las personas que murieron en la primera fase de la pandemia carecieron de la asistencia sanitaria que les podía haber salvado la vida, no es reconocer un derecho, es sancionar un fracaso social.

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