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Los británicos son como esas visitas peñazo que no paran de mirar el reloj y decir que se van, que se hace tarde, pero el tiempo discurre y siguen ahí, dale que te pego sin levantar las posaderas del sofá. Igual lo compramos demasiado cómodo, llegas a pensar ante la ya molesta compañía de quien desprecia tu cena y conversación pero no suelta el gin-tonic mientras te pone de vuelta y media. Nunca hubo demasiada proximidad, es insondable el abismo cultural que nos distancia -«esto era un inglés, un francés y un español...», ¿recuerdan?-, pero el show ha llegado demasiado lejos. Sólo nos faltan la cortinilla de Thames Television, el coche de Mr. Bean a las puertas de Westminster y las trapisondadas de George Ropper por algún pasillo como broche a la humorada. Reuniones para ver si se reúnen, votaciones para decidir qué votan, enmiendas a la totalidad que conducen inexorablemente a la casilla de salida. Que si duro, que si blando, como el turrón. Con más prórrogas que un partido de baloncesto. Mientras tanto, la vieja Europa que todo lo resiste, este conglomerado de sensibilidades con escasa afinidad pero unidas por el estímulo del bien común, hace cuentas para calcular el coste del divorcio; en nuestro caso, comprobar si el ejército guiri seguirá gastándose los cuartos en el sol valenciano. Que se larguen, te pide el cuerpo espetarles. Que vuelvan a votar ahora que las mentiras de hace tres años han salido a flote como emerge la porquería cuando agitas el agua, dicta el sentido común, sin reparar en la nula higiene democrática de encadenar consultas hasta que los resultados se ajustan a nuestra voluntad. Y entre la ira y el pragmatismo se acomoda una reflexión. Cuánto daño puede ocasionar un dirigente irracional que en lugar de gobernar descarga su responsabilidad en referéndums atrapamoscas, maniobras que olvidan que en las tierras libres cada equis años la ciudadanía ya expresa su voluntad y a quien vive de la política se le paga para que tome decisiones, acierte y se gane su sueldo o yerre y se le acabe el chollo. Aplíquense el cuento nuestros populistas de andar por casa, esos que confunden democracia con sectarismo y lo encierran en una urna. Aunque sea de plástico cutre.
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