Esta historia surge de dos fotos. La más antigua me la recordó el otro día el Facebook, que para otras cosas, no, pero para la ... nostalgia y el recuerdo viene muy bien. Y me surgió la reflexión y la moraleja. En la primera, de hace dos años, tres niños caminan de espaldas por el camino del río de Piqueras del Castillo. Mis hijos y su amigo Germán. El mismo sendero que mis amigos y yo (aún lo somos) surcábamos con las bicis a diario hace casi cuatro décadas para bañarnos en el recodo del arroyo convertido en piscina, frenada el agua en una presa con palos y maleza. Como castores adolescentes. Entre aguas cenagosas, tenedores y alguna que otra culebra. El mismo camino por el que durante muchos años empujábamos un carro, armados de risas, ilusión y botellas de 'calimocho', en las noches de Semana Santa, en busca de una chaparra, el árbol que cortábamos para plantar luego en la puerta de la Iglesia como ofrenda a la Virgen del Rosario, con el arbusto adornado de salchichones, chocolate, botellas de refresco y otras viandas que luego degustábamos en la 'enramá'. Muchas de esas costumbres, como la del carro y la chaparra, se han perdido. Duran los recuerdos, las raíces y una amistad forjada a prueba de bombas. En esa primera foto, los tres niños caminan hacia el pueblo. Al fondo, la peña en lo alto de la cual se vislumbra el repetidor de telefonía del pueblo. No es tan moderno. No hará ni una década que llegar a Piqueras era estar en una especie de paraíso en el tiempo al que no se asomaba la telefonía móvil. Estar allí era quedarse sin cobertura en el móvil. Paz y desconexión 'detox' total. Hoy eso ha cambiado. Los tres niños caminan sin nada en sus manos. Sin un juguete. Con sus piernas luciendo morenas bajo sus pantalones cortos. Posiblemente surgidos de la chopera cercana, de crear gestas construyendo una cabaña. O quizás de buscar moras. De construir sueños.
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La segunda foto es de hace unos días. Y en esta ocasión hay cuatro niños. Otra vez mis dos hijos. Otra vez su amigo Germán. Y esta vez también su amigo Erik. La panda camina en lontananza, por el horizonte del camino trasero de la piscina del pueblo, con las copas de los chopos al fondo, y en esta ocasión subidos a sus bicicletas. Ha cambiado la dictadura de las pantallas, que ya viaja muchas veces escondida en sus bolsillos, en los móviles que en su incipiente adolescencia muchos empiezan a lucir. Aunque hasta aquí surge la maravillosa e inocente libertad del pueblo. Mi hijo pequeño (10 años) acostumbra a transportar el suyo en el portabidones de la bici, donde debe ir la botella del agua. Es un móvil sin conexión a internet ni SIM. Lo justo para cazar pokemons. Hasta la civilización acaba llegando a los pueblos. La otra noche, su teléfono durmió en la calle, en el portabidones. «Pero si aquí no roba nadie, papá», fue su natural respuesta ante mi intento de explicarle que mejor evitar el riesgo.
Dos fotos, dos años, una vida. La conclusión de que ellos ya han echado aquí sus raíces. La convicción de que eso jamás cambiará. La tranquilidad de saber que los mayores del lugar seguirán alegrándose cuando una pareja regrese de caminar por el monte y atraviese una plaza vacía, llenándola de vida bajo el planear alegre de los vencejos y sus chillidos. El alivio de vislumbrar que al pueblo aún le queda un horizonte. Que esos amigos de las fotos seguirán disfrutando de un oasis de libertad cuando dentro de unos años surquen las verbenas de la 'contorná'. Que seguirán teniendo los pies en la tierra de la naturalidad, en un mundo cada vez más artificial.
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