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El Palau de les Arts se ha convertido en el polvorín imprevisto para el conseller Vicent Marzà. La dimisión de Davide Livermore ha generado un incendio cultural contra pronóstico. El Consell y el artista turinés tenían pactada una hoja ruta para el coliseo que se ha precipitado. Por la estabilidad de la institución artística y por el respeto al público, acordaron verbalmente la salida del intendente en verano de 2018 pese a que su contrato expiraba en febrero de 2019. Livermore aceptó irse a buenas, primero, porque no iba a concurrir al concurso público; y segundo, para no cerrarse las puertas de Les Arts para futuros trabajos como director de escena.
Este escenario habría resultado perfecto si no fuera por el contrato de Livermore, un documento altamente inflamable. Esta cuestión ha incomodado siempre al regista italiano porque, a su parecer, enturbia la valoración de su programa cultural. Él es un artista y está acostumbrado a que se le mida en términos de calidad no de legalidad. Es quien contrata quien ha de rendir cuentas al auditor de la Generalitat y Cultura, más allá de reclamar exclusividad a Livermore, no zanjó el asunto a tiempo. Hubiera sido un error de enorme magnitud despedir al intendente a los pocos meses de que el equipo de Marzà asumiera las riendas de la conselleria. Este supuesto no se planteó porque, por un lado, hubo conexión entre el secretario autonómico de Cultura, Albert Girona, y Livermore y, por otro, necesitaban al intendente en el coliseo porque, aunque resultó fácil destituir a Paz Olmos al frente del San Pío V, no habría sido sencillo buscar un reemplazo idóneo para la ópera y menos para el Palau de les Arts, un proyecto muy cuestionado por Compromís cuando estaba en la oposición.
Cultura mantuvo a Livermore pese a la incompatibilidad del contrato. El intendente puso su cargo a disposición en julio de 2016 tras el primer informe del auditor referente al año 2015. La conselleria no aceptó la renuncia ni tampoco le ofreció un contrato nuevo sino que acordaron que el Patronato de Les Arts autorizara o conociera los trabajos de director de escena para otros coliseos, una fórmula que no solucionaba «el conflicto de intereses». En el balance del año 2016, la Intervención de la Generalitat no se mueve ni un ápice sobre el contrato de Livermore, pero éste, tras dos años en el cargo, ya sabe que su futuro no pasa por Les Arts, que el coliseo es una maquinaria difícil de administrar, que la institución no cuenta con el respaldo del Ministerio y que el apoyo de conselleria es mejorable. Ante esta situación, no está dispuesto a que se le cuestione, sobre todo cuando su carrera artística fuera de Valencia no ha cesado de crecer y cuando ha dejado su impronta. Bajo su mandato, el Palau se ha incardinado más en la sociedad acercando la ópera a los pueblos con 'Les Arts volant', contratando a batutas valencianas, colaborando con el IVAM y las bandas de música, etcétera. En este punto resulta complicado discernir quién se apunta el tanto del aperturismo y de la valencianidad del coliseo: ¿Fue una propuesta de Livemore? ¿Fue encargo de Cultura? Quizá confluyeron voluntades y necesidades.
Ya sea por prudencia, por descuido, por dejadez o por una combinación de todo, Marzà o Girona no midieron bien a Livermore. «Soy una vieja puta de escenario», dijo públicamente el exintendente cuando anunció su dimisión. A partir de aquí demostró su gran talento como director de escena para ejecutar el acto de su despedida. Desplegó todo su saber hacer para imponer su relato y atacar al Consell tanto en la rueda de prensa en el Aula Magistral como en las entrevistas posteriores. Livermore evidenció públicamente los puntos débiles de Compromís («no saben qué es la ópera, no saben qué hacer con Les Arts», sostuvo), alertó del desmantelamiento del coliseo («no voy a ser cómplice del cierre del Palau»), criticó el provincianismo de Cultura («a ellos les gusta el Botifarra y a mí también, pero cada lugar necesita una especificidad»), etcétera.
Cultura no estuvo a la altura. Fue una torpeza ausentarse en el estreno de 'Don Carlo', que potenció el discurso de Livermore de falta de apuesta por Les Arts; fue un desacierto poner en la diana a Plácido Domingo con afirmaciones temerarias; fue un error insinuar que el futuro programador del Palau ha de conocer «la filosofía del Gobierno» del Botánico. Son gestos y declaraciones que dejaron al descubierto a la conselleria, que ha empezado a corregir algunos de los desatinos.
El principal acierto de Cultura ha de pasar necesariamente por el concurso para elegir la dirección artística. En la ópera con ambición internacional no vale el experimento de cambiar el modelo, como ha sucedido en el proyecto para el Consorcio de Museos, ni la voluntad vertebradora que se le supone al Institut Valencià de Cultura. No sirven los modelos de convocatorias públicas que se han aplicado en otras instituciones valencianas ni cuotas políticas. En los teatros líricos es fundamental la persona que asume las riendas artísticas porque de ella depende la capacidad para articular una programación de calidad, la elección de batutas, la agenda de intérpretes... Así sucedió con Gerard Mortier y el Teatro Real y también en la época de Helga Schmidt al frente del Palau. De ahí la importancia tanto de su prestigio, más allá del ADN valenciano, como de su remuneración, variables que parece han entendido en el actual Consell.
Aún así, no es la primera vez que se cuestiona el futuro del Palau. Con la marcha de Lorin Maazel y la despedida después de Zubin Mehta temblaron los cimientos de Les Arts, una institución que ha soportado todo tipo de catástrofes (rotura de plataforma escénica, inundaciones y caída de trencadís) con el PP en los despachos. Ahora las llamas de la gestión del coliseo acechan a PSPV y Compromís, que tienen el reto de no fagocitar el proyecto cultural tal y como hoy se conoce. Permitir que Valencia deje de ser referencia operística internacional sería como prender fuego a todos los millones invertidos en Les Arts. Y sí, los valencianos son expertos en pólvora, pero el Palau no es un monumento fallero.
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