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Vuelve a avistarse el fuego fatuo en la meca de la democracia y entre la náusea por otro borrón y cuenta nueva sólo a Baldoví, cola de león en esta historia de soberbia, se le ha escuchado entonar la palabra 'vergüenza'. Me resisto a pensar que merecíamos quedar atrapados en un laberinto de espejos donde cada camino es alucinación y tan perdida está la entrada como una salida que igual ni existe; que recibimos el justo castigo para una sociedad más dada al efectismo que a la eficacia, a la metodología del político de plató cuya cháchara realzaría el cartel de cualquier concurso de charlatanes pero que al declinar los focos arrastra su ineptitud al ámbito para el que fue seleccionado. Sobran oradores y escasean los estadistas, gente capaz de negociar y arrancar acuerdos imposibles en tiempos de fragmentación ideológica. Mal nos irá mientras sigamos en manos de estrategas sin pasado cuya alma tuitera y vanidosa se nutre de la confrontación, fieles a la tesis de que de los púgiles de leyenda recordamos sus nocauts, rara vez una victoria a los puntos. A este paso conseguirán que acabemos sumando más legislaturas que si no hubiéramos perdido cuarenta años a manos de una dictadura. Nadie queda libre de pecado, desde el candidato que huye de cada propuesta con el gesto de asco que interpondría un bebé ante su cuchara de papilla hasta el táctico que enmascara su debilidad arrogándose el papel de desatascador, como si no supiéramos que sólo quitó el tapón de la bañera de la investidura un minuto antes de que se desbordara. Pasando, claro está, por el barón rojo que mendiga en septiembre la oferta rechazada en julio. El problema no es del pueblo, que no sabe votar, sino de quienes ante una mala mano carecen de más recurso que volver a barajar las cartas. De acuerdo, repartamos suerte otra vez, pero si tampoco ahora se apañan búsquense otra timba menos ambiciosa, que esta les viene grande.
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