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Hace unos días se publicó la noticia del procesamiento de 45 miembros de la Policía Nacional por haber utilizado, según el auto judicial, una «violencia ... innecesaria y gratuita» aquella jornada del referéndum de independencia del 1 de octubre de 2017 que culminaría más tarde con el golpe de Estado perpetrado por los dirigentes de la Generalitat de Cataluña. Se queja la defensa de los policías encausados de que, mientras el Gobierno indulta a los responsables del peor ataque contra el orden constitucional desde 1981, se esté enjuiciando a aquellos que fueron enviados a salvaguardar el Estado de derecho en una parte de España. El mundo al revés. De nuevo los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, vanguardia de la defensa de la unidad nacional, la democracia y esa Constitución que las consagra, abandonados institucionalmente. Lo que provoca que rememore uno de esos tantos episodios de agravio a nuestros servidores públicos que casualmente está conectado con la amenaza islamista que hace una semana nos golpeó con el asesinato a machetazos del sacristán algecireño Diego Valencia.
Al contrario de lo que la mayoría de la gente cree, la última víctima del 11M de 2004 no iba subido a uno de los cuatro trenes reventados por los explosivos yihadistas; la última víctima de aquel espeluznante plan terrorista contra el pueblo español se llamaba Francisco Javier Torronteras y era subinspector del Grupo Especial de Operaciones del Cuerpo Nacional de Policía. A diferencia de los otros casi doscientos asesinados en el primer ataque, él entregó su vida en el cumplimiento del deber y afrontando con la serenidad del héroe su más que probable muerte. Según la versión de algunos de los funcionarios supervivientes, la decisión del asalto al piso de Leganés donde se agazapaban los terroristas que causaron el fallecimiento de Torronteras no fue táctica sino política; no tenía ninguna posibilidad de éxito. Francisco Javier se convertía en el único caído en acción de la historia del GEO. Por si fuera poco, su segunda muerte cayó en el deshonroso olvido, pues muy pocos saben que a los días de ser enterrado su tumba fue profanada y su cuerpo terriblemente mutilado y quemado en lo que se presumió una venganza relacionada con el rito musulmán de inhumación de los cadáveres de sus asesinos. Parece que todo terminó con una negociación entre el Estado y los familiares de los matarifes. Nadie ha pagado aún por este delito.
Nuestros gobernantes, esos que hace tiempo dieron por hecho la fungibilidad de policías y guardias civiles, van a comenzar a exigir la del resto de la sociedad en el altar del buenismo suicida. Acostúmbrense
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