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La 'Araña infernal' y los silbatos protagonizan un disparo de lo más original

EL FÚTBOL, LA VIDA Y EL BOADAS

Cristiano es incapaz de entender que empujar a un árbitro es nauseabundo. ¿Pero hablar de ello no es perder el tiempo?

Domingo, 20 de agosto 2017, 10:40

Da cierto rubor ponerse a escribir de algo tan banal como el fútbol cuando aún sentimos el dolor de los atentados de Barcelona. Al final, pese a los encendidos debates que propicia, pese al fanatismo, pese a que parece que este país gire alrededor de un balón, sacudidas como ésta te recuerdan qué es lo verdaderamente importante en la vida.

A mí, quizá por inconsciencia, los terroristas nunca consiguen meterme miedo. La semana que viene me iré de viaje y seguiré viviendo con la sensación de que hay que aprovechar el tiempo al máximo, pero no por miedo a morir a manos de un malvado sino porque la vida es efímera.

Yo me iría hoy mismo a Barcelona, enfilaría hacia la Rambla, giraría levemente a la derecha, hacia el Raval, y me metería de cabeza en el Boadas. Como hice hace un mes, la última vez que estuve en Barcelona y descubrí ese antro diminuto y fascinante. Una caja de cerillas con una barra donde te esperan cuatro camareros con camisa blanca y pajarita, hábiles con la coctelera y perfectos conversadores. Es un lugar de otro tiempo. Un delicioso salto al pasado. Es un bar donde trasegaron sus cócteles, desde 1933, Xavier Cugat, Miró, Dalí, Machín, Greta Garbo, Hemingway (¿dónde no estuvo Hemingway?), Serrat... Una barra para acodarse y ver pasar la vida. Allí apetece hablar hasta de fútbol. Me marché feliz y apropiándome la frase de Vázquez Montalbán: «El Boadas es un lugar donde siempre se quiere volver».

Todo cambia, o puede cambiar, en un momento. El domingo pasado apuré los últimos minutos del Mundial de atletismo como quien se enciende el cigarrillo solitario de un paquete ya vacío en medio de una noche sin bares abiertos. Y tras el último atracón de atletismo, después de diez días de empachos sin mesura, cometí un error. Pulsé el número cinco del mando de la tele. Cambié deporte por deporte, pero en realidad pasé del orden al caos. En unos minutos mi paz espiritual se contaminó salvajemente. Luis Suárez se tiraba para arrancar un penalti inexistente. Cristiano Ronaldo, eternamente obsesionado con Messi, le imitaba mostrando la camiseta a la tribuna mientras exhibía su cuerpo de madelman ignorando los insultos que le escupían desde las butacas. Y para acabar, pues ahí dejé de verlo, Cristiano, indignado, se atrevió a empujar al árbitro por la espalda.

Fue un toquecito, poco más, pero me pareció nauseabundo. Fue, como sugirió mi amigo Álex Pla, tan feo como encararse con un maestro, insultar a un policía o amenazar a un médico. Fue la constatación de que la estrella rutilante del balompié no conoce valores sobre el tapete verde del estadio, y que el deporte, para él, es poco más que un negocio, un escaparate de sí mismo y una despensa para su ego.

Al cachitas portugués le propinaron cuatro partidos de castigo y desde su altar, lejos de mostrar arrepentimiento, constricción o humildad, alzó la voz para proclamar que aquello, tamaña osadía, se podía llamar persecución.

La reacción, después de tantos años bombardeándonos por tierra, mar y aire con nimiedades sobre el portuguesito de los balones dorados, no puede sorprender. Él se cree, eso ha demostrado, muy por encima de los árbitros. Pero no solo él. Desde dentro y fuera del campo vemos casi a diario una serie de actitudes irrespetuosas hacia los jueces del fútbol que me dejan atónito. Son tan repetidas, tanto por futbolistas como por periodistas forofetes, que ya nadie se echa las manos a la cabeza de que se culpe de las derrotas del equipo de turno a las únicas personas del mundo a las que se conoce por sus dos apellidos.

Nadie ha reparado jamás en que el hombre que imparte justicia debería ser casi intocable. Y no hablo ya, a colación de la rabieta de Cristiano, de manera literal, física, sino también verbal. Deportistas, informadores y aficionados se atreven a pedir la cabeza del señor del silbato pero ven normal cualquier tipo de error del que cocea un balón.

Todo esto, además, aviva encendidos debates que duran días. Qué digo días, semanas. Creo que perdemos muchísimo tiempo con idioteces. Con asuntos triviales. Con discusiones huecas.

La vida no deja de mandarnos señales que desatendemos. Barcelona es un ejemplo. Vayámonos al Boadas, pidamos un daiquiri junto a su barra ancestral y apuremos el trago hasta ver el fondo del vaso. Pidamos otro, brindemos por Barcelona y hablemos de fútbol, pero dejemos en paz a los árbitros.

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