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LA GENERACIÓN VAPULEADA
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Obsesionados con nuestro presente, hemos dado la espalda a quien tiene en sus manos nuestro futuroRafa Sánchez investiga en EE.UU. con la prestigiosa beca Fulbright. Tiene 24 años, es de Chiva. Trabaja con tecnología de inteligencia artificial con el objetivo de mejorar la detección del alzhéimer. Fran Villalba también tiene 24 años. Se formó en gestión de negocios en ... Rotterdam. El pasado mes fue seleccionado como uno de los mil emprendedores más prometedores del mundo. María Cholvi, Irene Santos y Lluis Pascual -22, 24 y 27 años- han ideado un medicamento que permite suministrar por vía oral algunos principios activos que ahora sólo se pueden inyectar. Una ilustradora como Laura Pérez, un diseñador de moda como Adrián Salvador, una joven misionera llamada Patricia Ruiz... ellos son la punta de lanza de nuestra generación más puntera. Porque la juventud valenciana, esa que ha tenido que madurar a la carrera en medio de crisis en cadena y una inesperada pandemia, no es la del botellón descontrolado, ni la que percibimos atrapada en una pantalla. No es esa juventud que murmuramos que no está preparada, que decimos que vive amilanada y está malcriada. Al contrario. Es la generación mejor formada de toda la historia -pese a las trabas que hemos puesto, sin ser capaces de alcanzar jamás un pacto por la educación- y claramente comprometida, pero con los valores que a ellos les son importantes y no los que les queremos imponer. Una generación que conoce realmente el potencial que puede tener la nueva tecnología, que comprende lo que es la sostenibilidad, que se resquebraja ante las fisuras que les estamos dejando en el planeta o que ejercita la solidaridad en su día a día en todos los ámbitos.
El problema que han tenido y tienen es que han chocado con una sociedad que les arrincona, les olvida y es incapaz de ofrecerles garantías para creer en el mañana y facilitarles una base sólida para crecer. Y eso es un clamoroso fracaso. Una derrota de esa otra generación que ahora nos encanta ser el centro del universo, escondida bajo la etiqueta de 'boomers', y que estamos más preocupados por cómo va lo nuestro y nuestras cosas que por cómo les estamos dejando el patio a ellos. Un patio, abramos los ojos, revuelto: 120.000 jóvenes ni trabajan, ni estudian; uno de cada tres menores de 25 años no tiene empleo; hay una enorme bolsa de veinteañeros que ven con impotencia que lo de independizarse es una utopía, y la fuga de talento joven al extranjero es algo constante. No por su culpa.
El gran problema que ellos tienen (y a su vez nosotros) es que, los que estamos al frente de la gran maquinaria social, toda esa gran bolsa poblacional de entre 50 y 70 años, tenemos un egocentrismo tan agudizado que somos incapaces de sentarnos a reflexionar con ellos sobre su realidad y buscar respuestas a sus inquietudes. ¿Por qué nuestros hijos necesitan hacer botellones masivos? ¿Por qué eligen ser anacoretas digitales? ¿Por qué sienten angustia cuando deben decidir qué estudiar? ¿Por qué el número de adolescentes que necesitan psicólogos aumenta cada vez con más fuerza? ¿Por qué se recurre al vandalismo como símbolo de protesta? ¿Por qué dejaron de creer en todo y en casi todos?
Posiblemente las respuestas sean complejas y las soluciones más. Pero la clave es que no nos sentamos a escuchar lo que nos están diciendo a gritos, cuando su potencial es tan enorme que es la mejor garantía de futuro que podemos tener como pueblo. El gran hándicap que tiene la generación post-covid es que no les dedicamos ni un segundo de nuestro preciado tiempo -¡oh, sagrado tiempo!- a bucear por sus problemas. A saber por qué les interesa más informarse por las redes sociales o Ibai Llanos que con un periódico, televisión o radio; por qué les atrae más la vida virtual que las cosas reales; por qué no se identifican con nuestros políticos, o por qué no tienen fe en el futuro.
Si les escucháramos, sabríamos que saben lo que es una guerra, porque pueden ver imágenes que antes eran imposible contemplar; que conocen lo que es una gran crisis, porque se han criado entre ellas, viviendo con sueldos míseros, o que conviven, en parte, con su libertad coartada porque no se pueden independizar. Si les atendemos, sabremos que son quienes llenan cada fin de semana de vida las carreras populares; quienes acuden cuando se hace un llamamiento para limpiar l'Albufera; quienes se encierran en sus habitaciones a cal y canto a estudiar porque quieren cumplir sus sueños, pese a las trabas que les ponemos con políticas erráticas y un olvido generalizado. Si les observamos descubriremos que es la generación más universalista que ha tenido nunca nuestra tierra, porque las nuevas tecnologías forman parte de su ADN y ellas les ha permitido contemplar cómo las fronteras no existen en la nueva era digital.
No podemos permitir que tengan que trabajar en un hospital de Berlín, porque es la única forma de tener un sueldo digno o que tengan que acabar en Sydney diseñando túneles para el metro, porque no había salida en su país. No podemos ni renunciar a su talento, a su creatividad y a su visión del mundo; ni dejarlos fuera de juego. Hacerlo es renunciar a nuestro futuro. ¿Por qué no les escuchamos?
Es domingo, 7 de noviembre. Patrick Modiano escribió 'En el café de la juventud perdida'. En el breve relato se lee: «Según vas contando la vida imaginaria, fuertes ráfagas de aire fresco cruzan por un lugar en el que llevabas mucho tiempo asfixiándote (...) Vuelves a tener el porvenir por delante».
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