Los grifos se han vuelto peligrosos para los aperreados viajantes. Cualquiera que lea esto desde el interior de la zona de confort con que se protegen las almas sedentarias pensará que exagero. Pero no. Disponer de un cuarto de baño conocido al que se es capaz de llegar a oscuras cuando el pis urge en medio de la noche constituye un privilegio fuera del alcance de los pobres representantes comerciales, charlistas, diputados, camioneros o visitadores médicos. Acceder a un baño propio con su viejo retrete erosionado por el roce de unas nalgas recurrentes, con su anacrónico bidé, con su lavabo dotado de agujero sin boina que desagua eludiendo embalsamientos y pelos flotantes es la fantasía de todo aquel diablo que malvive saltando de hotel en hotel, de piso turístico en piso turístico. Los que nos lavamos manos, cara y dientes en aeropuertos, gasolineras, gastrobares o apartamentos de alquiler nos preguntamos: ¿qué fue de los grifos de manivela, aquellas maravillas con dos ruedas, una para el agua fría y otra para la caliente?
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No somos conscientes del daño que la perturbadora obsesión por el diseño ha producido en utensilios elementales de la civilización, en mimbres imprescindibles para la convivencia higiénica e ilustrada como los grifos, por ejemplo. Hasta hace nada los grifos eran todos parecidos y fáciles de accionar. Pero semejante consenso social fue destruido con crueldad por el monomando, primero, y por el sofisticado monomando cuadrado, luego. Aunque ahí no quedó la cosa, después vinieron las manijas dobles que separan presión y temperatura y, por fin, ¿cómo ignorarlo?, la boca de agua escondida detrás del espejo, junto al expendedor de jabón y al secador de aire. Ahora bien, nada de eso, ni siquiera la cañería cortada que da al grifo apariencia de acequia o los lavamanos colectivos con vocación de abrevadero, nada..., nada tan inquietante como el sensor infrarrojo o fotocélula, lo que sea. Me refiero a esos grifos que, en principio, deben encenderse al pasarle las manos por delante, pero que nunca sabes exactamente por dónde en concreto, y que, casi siempre, funcionan mal.
Entre que las luces suelen parpadear y que hemos adoptado la costumbre de hacer como que cazamos moscas delante del grifo con la esperanza de que por casualidad se active el sensor y salga agua, no es raro tener sensación de discoteca en los mingitorios públicos. Por no mencionar que, al abrirse por sorpresa, el grifo siempre te salpica donde es más difícil de explicar. Desde que los grifos tienen inteligencia artificial, che, que se descojonan de nosotros.
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