Urgente Un incendio en un bingo desata la alarma en el centro de Valencia y deja 18 atendidos por humo

Me dicen que María José Grimaldo ha muerto y yo me empeño en recordarla en aquel asombroso encuentro en Nueva York, feliz a pesar de la escayola de su tobillo roto; capitana, muletas en mano, de unas vacaciones familiares que se había ganado a pulso después de rutinarios meses de invierno en los fogones del periódico. Quería que su hijo viera la ONU, paladear con Pepe el tiempo que el periódico le robaba a diario; quería, a fin de cuentas, disfrutar de la vida en plenitud.

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Extrovertida y locuaz, perspicaz y aguda, valenciana y universal, la periodista que nos deja entre el dolor de toda la profesión, ha sido, durante veinte años, parte sustancial del armazón de nuestro periódico: un precoz e intuitivo eslabón entre el alma tradicional de la casa, forjada en el lejano siglo XIX, y el porvenir que le era imprescindible asumir en el siglo XXI.

La norma vale para todos los trabajadores, pero quizá María José Grimaldo, con su quehacer, la hizo especialmente útil para las mujeres de nuestro tiempo. En el trabajo, en el periodismo sin la menor duda, apenas hay un secreto para alcanzar la difícil estabilidad laboral y la promoción: te haces necesario, te haces imprescindible y esos que dicen que mandan, a fin de cuentas trabajadores tan asustados como los demás, terminarán por apoyarse en ti para sobrevivir.

Creo que alguna vez lo hablamos cuando alcanzó una jefatura de redacción con menos de 30 años: tú te haces necesaria y ya está; consigues que la máquina no funcione, que el barco escore, que el paisaje esté huérfano sin ti... y ya está: los méritos se reconocen. Pero ahora va y resulta que aquella traca, aquella antorcha segura, aquella mujer sensible y firme, se nos ha apagado.

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