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Socorro, que se acaben las fiestas de una vez. Es una súplica que nace desde la más profunda congoja. Que vengan los Reyes Magos y ... termine esta tortura de comer y comer, de gastar y gastar y volvamos al redil de lo habitual. ¡Que los niños vuelvan al colegio y que volvamos todos a trabajar a la vez! Tras tantas comilonas y celebraciones no me queda ya de nada. Mi nevera es un erial -y aun más mi congelador- al que observo tan estupefacta como al traje de ¿cagada de paloma? con el que disfrazaron a Cristina Pedroche; mi cuenta bancaria no está en condiciones de afrontar con solvencia la temida cuesta de enero -que la tenemos a la vuelta de la esquina- y por terminar, se me han acabado ya hasta las conversaciones. Como cantaba Izal -lo digo con pena y en pasado porque este grupo musical se ha separado dejando con ello una pésima noticia en 2022- necesitamos al menos una pausa de tanta celebración.
Y es que los preliminares navideños cada vez empiezan antes con lo que al final el jolgorio se hace muy largo. Hubo un tiempo en el que el pistoletazo de salida de las fiestas lo daba El Corte Inglés con su mítico encendido de luces de navidad. Era una señal no escrita pero comúnmente aceptada. Ahora no, llegan tarde si lo comparas, por ejemplo, con Mercadona donde desde el mes de noviembre convives entre turrones al ritmo de villancicos.
Porque ya lo dice mi madre: «Todas las familias deberían tener siempre un bebé en casa». Y más en estas fiestas. Vivirlas sin niños y con ausencias notables -que te dejan además en el abismo de la primera línea- pueden dar como resultado que existamos algunos que no resistimos bien esta juerga generalizada de tantas lucecitas y espumillón. Que sólo vemos sillas vacías y ausencias. Que eso de salir a la calle con tanto trasiego comercial se nos hace bola y sólo vemos colas donde los demás ven la ilusión de regalar. Que los años han hecho de nosotros una mezcla de despojo huraño y un casi-grinch que observa alarmado en los escaparates el éxito de los pijamas navideños de todos los tamaños aptos para cualquier miembro de la familia -claro que se los pondrán- o el auge de los suéteres con luces y sonidos cuyo uso las Navidades que viene se generalizará.
Y la verdad es que yo a este 2023 le tengo miedo. La expresión no es mía, se la leí a Marta Hortelano, periodista de LAS PROVINCIAS, en sus redes sociales hace unos días. Y tiene toda la razón, porque es para tenérselo con tantas cosas como pueden pasar en los próximos meses. Por eso, al miedo le añado el adverbio mucho, la conjunción y, además del sustantivo respeto. Veremos por dónde nos sale. Imprevisible.
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