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Me sorprende el poder que ejercen los coches en mucha gente que los conduce, cómo los transforma y no para bien, el modo en que descubre caras que no conocemos. Personas de carácter afable que frente a un volante se convierten en seres verbalmente violentos, ... capaces de soltar, con la menor de las excusas, cualquier improperio a los que se cruzan en la carretera.
El claxon desestabiliza. Esas malditas bocinas con sonido estridente. Sobre todo cuando suenan con impertinencia mientras un semáforo cambia de color. Todo el mundo tiene prisa en esos instantes, treinta segundos arriba o abajo parecen vitales. La ventanilla subida sirve de parapeto para muchos de los que despotrican mientras pisan el acelerador. En pocas situaciones he visto perder los nervios como en esa. Les pasa a los que disfrutan conduciendo y a los que no, se comportan de forma diferente dentro de un automóvil o fuera.
No revelo nada que no sea de sobra conocido. Tiene hasta nombre el síndrome, el de la ira al volante, y se debe a la cantidad de estímulos a los que han de atender los conductores y a su facilidad o no para gestionarlos. Algunos saben templar bien los nervios mientras que otros son incapaces de controlarlos ante cualquier momento tenso. No ha de ser sencillo echar el freno.
Hablo del tema como mero espectador, desde el privilegio de ubicarme siempre en el asiento del copiloto o en el de atrás. Porque yo no conduzco, no sé hacerlo de hecho. Desde este atalaya es fácil lucir un espíritu crítico sobre la hostilidad en las carreteras. Mi opinión es que se usan como escenario en el que descargar la rabia acumulada, como una especie de saco de boxeo. Pero qué sabré yo.
No me gusta conducir. Esta semana estrenan una serie con ese mismo título, por cierto. Me siento totalmente identificado con su protagonista y no me gustaría estar en su tesitura. Trata de un hombre que a los 45 años se presenta en una autoescuela para conseguir el carné y se topa con el escepticismo de todos los que le rodean, que no entienden que dé el paso a esa edad. También vive en primera persona las inclemencias del tráfico.
La ficción es un divertimento totalmente recomendable que me ha hecho recordar el intento que tuve de joven de convertirme en conductor y en cómo lo abandoné por la presión que me despertaba. Nunca pensé que abandonarlo fuese algo definitivo, pero no he encontrado la coyuntura para retomarlo más adelante. Pido perdón a quienes padecen esta carencia. He tenido un hijo con la esperanza de que algún día sea mi chófer. Él no lo sabe aún.
Mi padre fue profesor de autoescuela. No tengo ni idea de qué tal se le daba. Para cuando tuve edad de ponerme al volante aquella vivencia se le quedaba lejana. Solo me decidiría a sacarme el carné si eso me permitiese reencontrarme con él. Ahora pienso que debió de ser un profesor maravilloso.
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