El taxista se entusiasma tanto camino de La Roqueta que acaba en trance de replicar los felices días de la Fórmula 1, tomando la rotonda ... de la plaza de España a punto de dar palmadas de felicidad. Es un júbilo compartido. Atruena el cielo desde Ruzafa y el hombre toma el taxi por un confesionario: «Dirán lo que quieran pero a mí es que esto...». Puntos suspensivos. No necesita terminar la frase porque se le entiende todo.
-¿Le gusta más la mascletà o los castillos?
-La mascletà, la mascletà. A mi mujer no, le gustan más los castillos. Pero yo prefiero este ruido.
Baja la ventanilla para que su frase cobre sentido, pero sólo por unos segundos: por Conde Altea concluye la mascletà vespertina y un silencio denso se apodera de las calles. Es un silencio especial, muy cargado de intensidad, el que precede a las grandes ocasiones. Dijo Iniesta cuando iba a marcar el gol célebre que pudo oír eso, el silencio, y yo entendí bien la frase: es el silencio propio de cuando llevas demasiado tiempo esperando el éxtasis. El silencio que precede a los grandes momentos de nuestra vida.
Es también el silencio anterior a cada cita con el calendario festivo. Las ganas de volver a la vieja normalidad se concentran en un impulso colectivo que aguardaba ya de noche en Convento Jerusalén, donde conteníamos la respiración antes de que el cielo se rompiera, y detectamos también cuando la pólvora hizo su magia en el Ayuntamiento: me gustó ese olor del que me alertó un compañero de redacción mientras una nube de humo cubría San Vicente y la multitud se disgregaba entre las pavesas y (sobre todo) la sobredosis de ilusión que un pueblo dolorido espera de sus Fallas. Dicha completa: había arroz para comer. Aquella paella sabía a victoria.
Continuará.
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