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HISTORIAS DE BOXEO

HISTORIAS DE BOXEO

La lectura de 'La Dulce Ciencia' me recuerda que me gustan más las vidas de los púgiles que el propio deporte

Domingo, 24 de marzo 2019, 11:12

A mitad de una noche de Fallas, con las verbenas tambaleando la ciudad, se disputó el que algunos pensaban que podía ser el combate del año. Luego fue un poco bluf y Errol Spence jr. ganó con holgura a Mikey García, un boxeador que había subido dos divisiones para medirse con un rival que presume de un récord inmaculado: 24 victorias (21 de ellas por KO) y ni una sola derrota.

Me gusta el boxeo, pero no es un deporte fácil de seguir. Como la NBA, que te obliga a trasnochar, a ponerte el despertador a media noche, para poder ver el temporadón de 'La Barba' Harden. Aunque hay una diferencia enorme: a diario recibes un bombardeo de información del baloncesto norteamericano y, en cambio, escasean las noticias de la Dulce Ciencia.

Lo de la Dulce Ciencia no es que me haya puesto poético sino que es el título de un libro que 'Sports Illustrated' se atreve a calificar como el mejor de la historia en materia deportiva.

Yo me lo leí antes de Fallas y me gustó. Me enganchó porque siempre simpatizo con esos periodistas, como A. J. Liebling, el autor de 'La Dulce Ciencia', que en sus crónicas no se limitan a contar la pelea sin más sino que extienden su relato a todo lo que rodea al combate. Los orígenes de los púgiles, las circunstancias que marcan el enfrentamiento, la visita a los campos de entrenamiento de los dos boxeadores y el ambiente que se palpa el día de la velada. Pero no solo en el pabellón o el estadio, sino también en la calle, en los bares y en los restaurantes.

Con ese amplio retrato nos permite hacernos una idea no solo de cómo golpeaba Rocky Marciano sino que también nos enseña, a los lectores tardíos, casi un siglo después, que Manhattan se colapsaba antes de un gran combate en el Madison Square Garden, y hasta qué comían y bebían los aficionados de aquella época, la primera mitad del siglo XX. Porque a mí me gusta el deporte, pero no mucho más que lo que le rodea.

Recuerdo un reportaje que hice hace diez años a uno de los pocos boxeadores potables que ha dado la Comunitat Valenciana en los últimos años: Sento Martínez. Era un púgil con un apodo demasiado generoso -Tsunami- para su historial, donde había muchas más derrotas que victorias.

A Sento lo conocí en un bar del Cabanyal, justo frente al mercado. Era del mismo barrio que el mucho más ilustre Pepín García Álvarez, un boxeador de origen cubano que era el abuelo de Mari Pepa, Anto y Adolfo, tres amigos que un día me enseñaron una foto que jamás olvidaré. En realidad eran tres fotos que, unidas, mostraban la plaza de toros de Valencia a reventar de público para ver una de las peleas de Pepín en las noches de los sábados de los años 40.

Sento era un púgil del montón y él lo tenía claro. Era un jornalero del ring que iba por toda Europa para que el ídolo local le sacudiera. El valenciano, a cambio, se embolsaba 1.500 euros por seis asaltos. Se pegaba siete u ocho veces al año y completaba el sueldo trabajando de 'segurata' e instalando aparatos de aire acondicionado.

Sento, pese a todo, tenía la pasión de Arturo Gatti y se entrenaba de manera concienzuda para sacar lo mejor de él mismo. Le obsesionaba el peso, como a casi todos, y por eso corría envuelto en plásticos como si fuera un chorizo y apenas bebía. Solo se concedía dos comidas al día y para poder soportar la carga de entrenamiento diario, completaba lo que faltaba en su organismo con inyecciones de vitamina C y B12 y suplementos minerales.

Su entrenador era Fernando Riera, quizá el personaje más importante de la última era del boxeo valenciano. Fernando estuvo en los Juegos Olímpicos de Roma, en 1960, y formó a su hijo, otro Fernando Riera, que tenía una prometedora carrera que se derrumbó la noche que perdió frente a Javier Castillejo en una discutida decisión.

La pasión de Sento le llevó a coger una maleta y marcharse a Caguas, en Puerto Rico, para hacer realidad su sueño de entrenarse en el mítico gimnasio Bairoa, del gran campeón Miguel Cotto. Allí se levantaban a las cuatro de la mañana para salir a correr y hacían guantes en un ring con una lona premeditadamente más blanda de lo normal para fortalecer las piernas de sus pupilos.

Al final creo que me gustan más las historias de boxeo que el propio boxeo.

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