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Hombres con barba

Fue un seña de identidad de los progres pero ya no. Hoy carece de componente ideológico

Pablo Salazar

Valencia

Domingo, 19 de mayo 2019, 09:28

Pocos jóvenes se afeitan. Y, cada vez más, no tan jóvenes. Por estética, porque se sienten así mejor, o por comodidad vulgo pura vaguería, pero lo cierto es que el uso de maquinillas, eléctricas o manuales, ha descendido en los últimos años me atrevería a decir que entre un 16,5 y un 17,2%. Afeitarse es costoso, no tanto en términos dinerarios, que también (brocha, espuma o -más ecológica- crema, maquinillas, recambios, 'aftershave'...) sino en tiempo (entre diez y quince minutos) y, lo peor de todo, en pequeñas heridas en la cara, cicatrices de una actividad cotidiana que deja una huella no deseada. Mi estadística señala que me vengo a cortar cada 76 días, unos dos meses y medio, lo que me asegura al menos cinco cortes por año. Cuando te cortas llevas más cuidado, te afeitas más despacio, pero a los pocos días ya te has olvidado y, de repente, cuando tienes más prisa, has quedado para desayunar o tienes un acto público en el que quieres causar una muy buena presencia... ¡zas!, y a continuación un melodramático ¡argggg! sacado de 'Hazañas bélicas', espantoso y desgarrador grito de dolor que va acompañado de la búsqueda desesperada y angustiosa de mi mujer para mi cura inmediata no sea que me desmaye y de su pregunta fría y profesional tras contemplar mi cara sin alarmarse lo más mínimo, pero... ¿dónde te has cortado?, como queriendo decir que la cosa no es para tanto, que a ser posible no arme un escándalo por un rasguño y que la sangre esta vez tampoco va a llegar al río. Los jóvenes no tienen tanto tiempo que perder, están muy atareados atendiendo a sus múltiples redes sociales, contestando mensajes, compartiendo fotos, dándole a 'me gusta' desde primera hora de la mañana, en ese momento del día en el que yo me estoy afeitando y ellos no. Así que la barba se ha impuesto para desesperación de las compañías de productos de afeitado y alegría de los barberos, que han reaparecido en las ciudades no tanto para cortar las pelambreras que crecen sobre el rostro de los hombres como para arreglarlas, vaciarlas, asearlas. Durante el franquismo, la barba se asociaba a los jóvenes revolucionarios y opositores al régimen, por lo que de alguna forma te señalaba negativamente a ojos de la policía. Ya en la transición, continuó siendo una especie de seña de identidad de los progres. Pocos políticos de derechas se veía con barba, mientras que la gomina parecía reservada para los de extrema derecha. Ahora, en la democracia 2.0 (o 3.0, 4.0 o por la que vayamos, que me he perdido) la barba ya no tiene ese componente ideológico, los jóvenes barbudos pueden ser de derechas o de izquierdas y hasta de centro, si es que aún existe, españolistas o independentistas, casados o solteros, homosexuales o heterosexuales, del Madrid, del Barça o del Valencia, taurinos o animalistas. Ahora, es el joven perfectamente afeitado el que es visto como un ser raro, distinto. Aunque haberlos haylos.

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