Miércoles 22 de diciembre. Primer día de invierno. Se acabaron los colegios. Vivimos rodeados de virus. Hogares confinados. Hospitales llenos. Sanitarios agotados. Profesores exhaustos. Los ... precios desatados. La cesta de la compra por las nubes. Lo que antes costaba uno ahora cuesta el doble. Ya no es sólo la luz. Aunque también. Nos conformamos porque sólo queremos estar juntos. En familia. Queremos celebrar cómo y con quiénes podamos. Acechan los confinamientos y contamos las bajas. Nos preparamos para vivir de nuevo una extraña Navidad.
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Probablemente hoy el Rey Felipe VI dedicará parte de su tiempo a ultimar los detalles del que será su octavo discurso de Navidad y que, cada año, debe resultarle más difícil de resolver. También Pedro Sánchez se reúne con todos los presidentes autonómicos. Estamos salvados. Dice que va a tomar medidas y aunque lo afirmó el domingo todavía no sabemos nada. Quizá vuelva Fernando Simón a nuestras vidas. Dicen que recuperemos la obligatoriedad de la mascarilla aunque, en verdad, nunca hemos dejado de llevarla. Parece que llega tarde porque se le han adelantado algunos territorios tomando decisiones. Las consecuencias de la co-gobernanza ponen el foco de nuevo sobre el sector del ocio y la restauración. Les ampliamos terrazas para que pudieran sobrevivir y nos apresuramos a quitárselas. No aprendemos.
Pero hoy no es un día cualquiera. Las bolas de la Lotería Nacional ya están en marcha. Los españoles abrimos un paréntesis -que tan sólo durará unas horas- para la ilusión y la ñoña esperanza de que quizá mañana podamos ser ricos. Incluso estamos dispuestos a conformarnos con esa pedrea recalcitrante y escasa que fulmina nuestras aspiraciones a entrar en la lista Forbes. Y no sólo eso, a pesar de las pocas probabilidades de éxito, renovamos con insólita perseverancia cada año nuestra común afición a este Sorteo de Navidad. A la otra punta de la lógica.
Presagios, premoniciones impulsivas, mensajes del más allá con la combinación afortunada, fidelidades perrunas hacía determinado número, manías, sueños, fines solidarios y hasta supersticiones impulsan la compra casi compulsiva. Buscando el gordo. La mayoría caemos en la tentación de adquirir el décimo que acalle esa vocecita interior que, por dentro, nos canturrea cual sirena urbana insinuaciones de victoria. Es casi imposible no jugar. Las peores fechas para un ludópata.
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Tengan la tranquilidad que, hasta jugando a la lotería, seguimos contribuyendo como buenos españoles a la estabilidad general. El dinero de esos boletos termina en el haber del Ministerio de Hacienda y Función Pública gracias a su empresa más solvente: Loterías y Apuestas del Estado aunque, incomprensiblemente, no encuentras en su web ningún sello institucional que le relacione con el Gobierno de España. Y viceversa
Hoy todas las incógnitas sobre la Lotería quedarán despejadas. Pero mucho me temo que sólo serán ésas. Con todas las demás deberemos seguir conviviendo como buenamente podamos. Sólo me queda desearles una Feliz Navidad y que la suerte nos acompañe a todos.
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