
LA HUELLA INDELEBLE DE BOB BEAMON
LA CANTINA ·
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LA CANTINA ·
Esta semana se cumplen cincuenta años de una de las mayores gestas de la historia del deporte y unos Juegos memorablesHoy me siento diminuto. Doy saltos de tecla en tecla como si fuera el protagonista de 'El increíble hombre menguante' (1957). La culpa la tiene Olga Guillermoprieto, quien, a través de su conmovedor discurso durante la ceremonia de los Premios Princesa de Asturias, pero, sobre todo, de su obra, de una labor periodística en Sudamérica valiente, brillante, trascendente, necesaria, hace que uno se sienta insignificante. Vivo obsesionado por la envidia hacia aquellos que se irán dejando una huella profunda e indeleble. ¿Qué sentirán Van Morrison, Vargas Llosa o Robert Redford sabiendo que, incluso después de muertos, seguirán vivos por los siglos de los siglos?
Se cumplen este mes 50 años de uno de los Juegos Olímpicos, los de México, más importantes de la historia. Es imposible no admirar aquel logotipo hipnótico del estadounidense Lance Wyman que sigue gustando medio siglo después. O la trascendencia de que Enriqueta Basilio se convirtiera en la primera mujer de la historia en encender la llama olímpica.
La primera vez también que el hombre vio a un atleta, Dick Fosbury, brincar de espaldas al listón, como hacen ahora todos los saltadores de altura. Y la imagen icónica, meses después del asesinato de Martin Luther King, de John Carlos y Tommie Smith subidos al podio con la cabeza gacha y el brazo enhiesto con el puño enguantado, cuero negro, piel negra, en lo más alto. Son, todos ellos, momentos trascendentales de la historia del deporte.
Pero aún hay un momento más inolvidable si cabe: el salto de Bob Beamon aquel 18 de octubre de 1968. Lo que se ha venido a denominar como El Salto, así, con mayúsculas, como el vuelo admirable de aquel atleta estadounidense larguirucho que hizo añicos el récord del mundo para proclamarse campeón olímpico con un salto de 8,90 metros. Una mejora de más de medio metro (55 centímetros) con la anterior plusmarca mundial.
A lo largo de los años he leído historias fascinantes sobre aquel día. Muchas de ellas las ha ido recopilando Juan Carlos Hernández, creador de una de mis cuentas de Twitter favoritas -@ColectivoDMSR-, en las que he ido aprendiendo todos los detalles, nimios o fundamentales, de aquella gesta que dejó al mundo boquiabierto.
Beamon destrozó la final en su primer salto. En aquellos Juegos hubo varias novedades revolucionarias: los primeros controles antidopaje, la implantación del tartán o el uso de un nuevo sistema de medición electrónico para aligerar los concursos. Pero la tecnología erró en sus cálculos sobre los límites del hombre y el aparato fue incapaz de medir la huella en el foso. Hundieron el clavo del medidor, que resultó ser una aguja de tejer de la mujer de Edgar Valle, el responsable de los jueces, y comprobaron que quedaba demasiado lejos. Tuvieron que recuperar la cinta métrica para alcanzar la huella sobre la arena.
Beamon, de 22 años, que la noche anterior se atizó un par de tequilas para aplacar los nervios, liquidó la competencia en aquella primera ronda (solo hizo un intento más, de 8,04 metros, en la segunda ronda). Se lanzó por el pasillo con una carrera de 19 pasos, se impulsó sobre la tabla del estadio olímpico de Ciudad de México, a 2.240 metros de altitud, con un viento a favor de 2 m/s, justo al límite de lo permitido, minutos antes de que empezara a llover. Fue el salto perfecto. Pasaron varios minutos hasta que pudieron ver la marca: 8,90. Aquellos números no le decían nada a Beamon, quien tuvo que ir en busca de su compatriota Ralph Thompson para que le convirtiera aquellos metros y centímetros en pulgadas. Solo entonces fue consciente de su proeza. La final estaba sentenciada. «Comparado con esto, somos como niños», dijo el fabuloso saltador soviético Igor Ter-Ovanesyan.
En aquel instante, en la primera fila de la grada, justo en la proyección del foso, estaba sentado un contable londinense de vacaciones en México. Usaba una humilde Nikon Nikkormat, avanzando la película de forma manual. Después guardó el carrete y siguió disfrutando de la ciudad y de los Juegos. Dos días después llevó a revelarlo a una tienda, donde le devolvieron la foto de su vida: el vuelo imponente de Bob Beamon, con el número 254 en el pecho, sentado en el aire con las piernas y los brazos extendidos. A veces nos dan gato por liebre, pero Juan Carlos Hernández nos descubre que son de otros saltos.
La huella de Beamon fue mucho más profunda que aquella marca en la arena. Aquella huella quedará para siempre en la historia del atletismo y del deporte.
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