Estoy alcanzando una edad -o etapa vital- en la que una alberga más manías que paciencias. Me molesta ya casi todo: las conversaciones elevadas de volumen en el autobús, en la calle, en el parque o en la cafetería. La gente que masca chicle sin cuidar la obertura bucal y su desagradable sonidito. La música a deshora y a través del altavoz del móvil. El vocerío y los tumultos. Empiezo a observarme desde fuera, enclaustrada en una espiral de evolución humana a la que antaño, en incontables ocasiones, reiteré que jamás asistiría. Pero aquí estoy, entendiendo a mi madre. Deseando que las celebraciones sean de día y no de noche, contando y dosificando las copas de vino para no agonizar el domingo y pensando que el batín tiene un atractivo poco reivindicado. Cierto es que todavía soy envidiada y recriminada por los que ostentan un cuatro (o más) en las apresuradas decenas de la longevidad. Pero, quizá tempranamente, he superado con creces la barrera de la tolerancia a la estupidez. Me irritan enormemente los mediocres con el ego por las nubes y que constantemente alardean de lo que tienen, lo que ganan y lo que trabajan. Cada vez entiendo menos a los colegiales que exhiben ideologías estampadas en las mochilas, con una incomprensible e incesante necesidad de manifestar quiénes son sin saber ciertamente quiénes quieren ser. Por fin, estoy aprendiendo que las omisiones a menudo simbolizan centenares de palabras y que, ante sandeces, callarse es la mejor de las opciones, pues ya apuntó Pitágoras que el silencio es la mayor sabiduría. He comprendido que existe gente que es como un muro invisible con la que no hay diálogo factible y que la pericia se halla en identificarlas prontamente e ignorarlas. Detesto a los fervientes defensores -sobre todo a los que se vanaglorian de ser periodistas- de los partidos políticos por las siglas y no por las ideas. Aquellos que votan sin leer ni una mísera línea de los programas, que se «informan» en las redes y en esos «medios» sin una mínima cabecera que les ampare. Pero, fundamentalmente, me enfadan la hipocresía y la escasa coherencia, el cambio de chaqueta y los veletas. Los que se creen en poder de la verdad y los sabelotodo, que nos faltan muchas cosas, pero sobre todo humildad, pues como decía Sánchez Ferlosio: «la voz más pobre se hace siempre la más autoritaria».
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