IRENE MARSILLA

LA SEU Y LA ICONOGRAFÍA DEL LUGAR

TRIBUNA ·

Los grandes monumentos son claves para la visibilidad de la identidad y para afianzar la cohesión sociocultural de la comunidad

JAVIER DOMÍNGUEZ RODRIGO | ARQUITECTO

Sábado, 10 de abril 2021, 08:05

La catedral y su maltrecho entorno, fruto de desafortunadas operaciones de cirugía y 'sventramento', llevan tiempo instaladas en el ojo del huracán mediático: ampliación de la Casa del Relojero, descubrimiento de las capillas absidiales góticas, toldo de la Virgen, reforma de la plaza de la Reina...

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Porque el paisaje urbano como factor de identidad es una cuestión de interés público y, como tal, no solo debe protegerse sino que ha de atender las expectativas de la comunidad. De ahí la inexcusable responsabilidad para el planificador de contar siempre con la participación ciudadana, fortaleciendo la democracia, el sentido de pertenencia y favoreciendo los espacios de socialización.

Convendría poner fin al cúmulo de desencuentros entre los actores implicados: residentes, comerciantes, profesionales, autoridades religiosas, políticas... El conflicto no se ciñe al dilema entre 'atrio sagrado' o 'foro cívico', aunque el ambicioso vaciado ha generado un ámbito inconexo de jardinería trivializada que no se corresponde con la modesta edilicia doméstica de su perímetro.

La cronificación del conflicto es un fiable termómetro de la frágil salud de las organizaciones sociales de la metrópoli. Pero el obstáculo no está en la furia iconoclasta de algunos periodos, ni en la incapacidad colectiva de integrar ese evocador mosaico de ricas y diversas influencias exógenas que define la morfología del 'cap i casal'.

La raíz del problema está en la pertinaz dicotomía de dos mundos contrapuestos e incapaces de pactar un modelo de ciudad: 'polis' para invertir o para vivir. De ahí que el metafórico tópico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», consagrado por el teatro de Lope de Vega, sea el recurrente 'leit motiv' del urbanismo, la política y la economía valenciana durante la segunda mitad del siglo XX.

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La capital se debate, incapaz de tener una visión positiva de su pasado, entre la endogamia interior y la apertura exterior, entre las corruptelas de una burocracia bizantina y el emprendimiento ciudadano, entre la tradición y la innovación. Y es esa horfandad de legitimación afectiva la que condiciona una gobernanza débil y sectaria.

El arte y la arquitectura locales reflejan los vaivenes copernicanos, las mutaciones ideológicas de una población fracturada, desencantada y confundida, en bulímica búsqueda de referentes externos. Y lo que es más grave, sin figuras en el puente de mando capaces de pilotar una embarcación sin rumbo.

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El narcisismo institucional y la anorexia de liderazgo académico, quiebran la confianza entre gobernantes y administrados, lastrando el camino de la reconciliación colectiva para aunar esfuerzos en un proyecto de futuro común. Urge encontrar un García de Cortázar autóctono que restituya el 'aleph' valenciano y regenere la vida pública, desterrando las viejas prácticas clientelares y caciquiles.

En esta democracia 'performativa' cada vez resulta más difícil estimular propuestas compartidas. De ahí el enorme mérito en 1981, de Ricardo Bofill con su 'Versalles de los pobres', dotando a Valencia de un singular parque lineal que con los años sería la piedra angular de su infraestructura verde.

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La historia demuestra el éxito de reflexionar sobre los errores del pasado, de tender puentes entre las dos orillas... Y los valencianos deben pasar página a los excesos de ambos bandos, superando el capitalismo de casino, la interesada manipulación del pasado, el alienamiento radical con los cánones gubernamentales (Salvem...), las iconografías mitificadoras, la sangría del legado patrimonial...

Así la ciudad y su casco antiguo dejarían de ser escenarios tanto de la lucha de clases como de contiendas partidistas, liberando al diseño de falsas ataduras. Ni la tradición, ni la modernidad son incompatibles, aunque se utilicen como armas arrojadizas para enfatizar la discrepancia.

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La dificultad de reprogramar, regenerar y reinterpretar tan singular marco construido, con sonados fracasos como el del Plan de la muralla islámica, exige el 'aggiorgamiento' de la ciencia urbanística, cuestionando con pragmatismo el colapso de las viejas recetas.

Ya no sirve el recurso al funcionalismo canónico que, invocando la pureza adánica de la abstracción, logra desnudarse de los ropajes estilísticos pretéritos pero se olvida de la memoria antropológica y del lugar, de modo que el 'topos' y el tipo parecen irreconciliables.

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La riqueza semántica de la tradición iconográfica reclama una conciencia histórica que asuma el pasado y el «locus»en su integridad. La Seu es uno de esos monumentos que, siguiendo las modas cambiantes del devenir histórico y el consiguiente afán de mejora, ha sido constantemente renovado convirtiéndose en una especie de 'tapiz de Penélope' que ha subsistido como singular muestrario de estilos.

En el texto homérico la obra llevada a cabo a lo largo de la jornada era deshecha por la noche para reiniciarse una vez más al día siguiente. Tal parece que es el destino de la sede catedralicia, cuya polifónica realidad evidencia que cada generación se propuso reescribir el monumento de acuerdo a pendulares postulados artísticos.

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Sin una estrategia de conciliación efectiva, cualquier programa como el PEP Ciutat Vella, está condenado al naufragio. La pérdida continuada de población, la exclusión vecinal, la gentrificación, la movilidad, la desaparición del pequeño comercio, la imparable terciarización, el deterioro físico -ruinas, solares...-, la tematización fachadista, no se resuelven con meros cambios normativos.

La regeneración del centro histórico debe comenzar por reconocer su rol de referente cultural forjado por sus iconos más emblemáticos como la Seu. Pero sobre todo, exige audacia política para concretar y consensuar un nuevo proyecto de ciudadanía que garantice los derechos de sus habitantes (Carta Europea de París).

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