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Se acabó lo que se daba. Adiós al año que llenó sin previo aviso mi hogar de citas a cardiólogos, jeringuillas y medicamentos antes jamás conocidos por estos lares y con nombres cuasi impronunciables para la mayoría de mortales. De sustos, caídas y recaídas. Incertidumbres. Y eternos silencios. Pero también de algunas ilusiones, un par de canas, unos cuantos sacos de pañales, anuncios entrañables e inolvidables andaduras nupciales. 2019 me ha demostrado, una vez más, que mi debilidad por los números impares forma parte de la larga lista de manías absurdas que acumulo desde la infancia y que no sirven para casi nada. Como el 'toc' incontrolable que me obliga imperiosamente a entrar en casa una media de tres o cuatro veces antes de conseguir, por fin, abandonarla. Para asegurarme de que no he dejado la plancha enchufada -aunque las más de esas veces, siendo realistas, ni tan siquiera la encienda-, la llave mal rodada o la lavadora, por arte de magia, en marcha. Pero si echamos la vista atrás seguramente, aunque como mecanismo de subsistencia y de mínima ambición emocional, nos empeñemos en despreciar siempre al dígito que se va, tan mal no nos habrá ido si todavía seguimos aquí y con ganas para afear. Porque no nos engañemos, por más que lo deseemos, ni tras superar el atragantamiento por ingesta desbocada de uvas nos lloverá la suerte ni se esfumarán de un plumazo los asiduos y caprichosos males. Con el eco de la última campanada nos abrazaremos y felicitaremos, y lo celebraremos sabiendo, sin pronunciarlo, que tras el espejismo navideño tornará al ruedo la compleja y tan necesaria normalidad. Pero, por pura superstición o por si sirviese de algo, muy bienvenido sea este año que ahora llega cargado, por ahora, de pulcra inocencia. Que el idilio nos dure, al menos, lo suficiente como para que nos recordemos siempre.
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