La inocencia de otros

En este momento estoy en algún lugar de la frontera entre Polonia y Ucrania, de modo que dejo escritas estas líneas porque no me gusta andar con prisas si estoy lejos de casa y sin rumbo definido. Aprovecho para hablar de un asunto que siempre ... han despertado mi curiosidad: cómo es eso de matar a otro ser humano. Qué se siente, qué es correcto y qué no, por decirlo de un modo sencillo y partiendo de mi negativa a tocar un arma de fuego, ni siquiera para saber cuánto pesa. Hace tiempo un exmilitar me acusó de ser poco hombre por negarme a pegar unos tiros a una diana, y aquel insulto me halagó. Incluso me vine arriba expresando mi parecer opuesto al suyo, echando mano de la facilona comparación entre el tamaño de sus dos armas. Ya me entienden. Mea culpa. En esa pelea el que lleva pistola siempre parece ganar y el que va con las manos vacías ha de saber ingeniárselas para salir del lío sin provocar al adversario. Pero reconozco que es fácil hablar desde la comodidad del refugio de nuestros hogares o despachos y, anécdotas triviales al margen, otra cosa distinta ha de ser ver cómo todo lo que tienes cae aplastado bajo las bombas. Supongo que la fuerza de las armas tiene que ver con el hecho de que solo pueden ser destruidas con otras. Y que cuando un ser humano ve morir aquello que ama es poco probable que decida retirarse sin más, no ofrecer resistencia, no desear al otro un dolor similar al suyo. Como hemos visto tantas veces, como hemos de ver mientras dure nuestra existencia. Hasta que los corazones se endurecen de tanto trato con el sufrimiento y las miradas, un día sorprendidas por el llanto y el miedo, nos transforman en algo distinto, insensible. En seres capaces de acabar con la inocencia de otros.