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Ya es casi una tradición en nuestras vidas. De hecho, es posible que tenga más abolengo que celebrar Halloween, por ejemplo. Porque antes de que a los jóvenes y adolescentes les diera por pintarrajearse la cara como si estuvieran en la noche de muertos de Michoacán, ya teníamos el hábito de postrarnos en el sofá la tarde del primer fin de domingo de junio. Sí, porque este día, hoy, desde hace quince años, en España celebramos el día de Rafael Nadal. A mí me gusta llamarle Rafael, como su tío y hacedor, el único humano que no se refiere a él como Rafa. Una rareza que, no me pregunten el porqué, me fascina. De hecho, de Toni Nadal, a quien le debemos nuestra mayor leyenda deportiva de todos los tiempos, me gusta casi todo. Su franqueza al hablar, su análisis frío y certero, su discurso sin fanatismos, su capacidad para elogiar y respetar a los contrincantes. «Nunca una excusa nos hizo ganar en partido», nos regaló hace unos días. Otra de sus frases lapidarias. Tío Toni es un modelo a imitar. Sin duda. Hoy ya no está encima de Rafael, pero juntos iniciaron la tradición de encadenarnos al sillón en 2005, cuando aquel chaval agitanado barrió a raquetazos la tierra de Roland Garros, el Grand Slam que ha hecho suyo. Porque Roland Garros nadie discute que es su territorio. Un puñado de tenistas talentosos intentan usurpárselo cada año, pero partiendo de esa base, que la Philippe Chatrier es su feudo. Los más jóvenes que han logrado asomarse al cuadro de Roland Garros han crecido sin conocer prácticamente a otro monarca de la tierra roja de París. Así de inmensa es su proeza. Porque ahí, en este pequeño rincón del mundo, es el único lugar del planeta donde Roger Federer, el hombre que se sienta a la mesa de Mohammed Ali, Michael Jordan y Usain Bolt, se ha rendido. El suizo, el mejor tenista de siempre, tiene asumido que en París no puede con el hombre con el que ha creado uno de los mayores clásicos de la historia. Porque un Federer-Nadal no tiene nada que envidiarle a un Celtics-Lakers o a un Boca-River. Escribo estos renglones mientras miro de reojo la lucha sin cuartel entre Djokovic y Thiem. Yo, que no cuestiono la jerarquía de Federer y Nadal, creo, y casi nadie lo comparte, que nadie ha jugado nunca como el serbio. Y esto no quiere decir que sea el mejor, porque eso es algo que hay que ganárselo durante años, pero sí que creo que nadie ha aunado nunca una fortaleza mental y un talento tan descomunales. Y así, a lo largo de los años, de quince años, Nadal ha conquistado y fortificado Roland Garros. Y quince años son muchos. Para entenderlo solo hace falta echarle un vistazo al cuadro de aquella edición. Y ver que aún andaban por ahí Andy Roddick, Marat Safin, Guillermo Coria o el gran Juan Carlos Ferrero, otro que nos sentó un domingo de junio a pegarnos un banquete de tenis. Escribo de los hombres porque el cuadro femenino ha perdido la pujanza de otros tiempos. Porque en el deporte, por mucho que se empeñen, no se pueden imponer los gustos. Yo viví dos épocas doradas del tenis femenino. La de Chris Evert y Martina Navratilova, y la de Steffi Graff, Arancha Sánchez Vicario, Monica Seles o Martina Higins. Nadie me habló entonces de igualdad de género. Yo veía aquellos partidos porque eran apasionantes. Como nunca he dejado de ver, siempre lo repito, el atletismo, el deporte que los mezcla en el escenario. Pero ahora tendría dificultades para decir cinco tenistas del top 10. Por eso me hace gracia la paliza que nos están dando con el Mundial femenino de fútbol. Nadie me ha hablado en todos estos días de esta selección o de aquella otra jugadora. Tiene el interés que tiene. Creo que en España el fútbol femenino nos lo están metiendo con calzador. Lubricado, eso sí, con el generoso dinerito fresco de una compañía energética. Y se llenan estadios en días concretos por campañas difundidas con altavoz, pero el día que el Atlético de Madrid ganó la Liga asistieron al campo 1.500 espectadores. Ojo, y yo estaría encantado de que llenaran estadios gigantescos todas las semanas, pero porque la gente sintiera una atracción irresistible. Como la que he sentido yo algunos días con el Valencia Basket de Rubén Burgos o la que tendré cuando llegue a Valencia el Mundial de gimnasia rítmica. Pero lo veo todo demasiado artificial. A nadie hay que pedirle que vea a Nadal esta tarde. Muchos nos sentaremos hoy con el deseo de ver otro gran partido de tenis. Aquí, en España, y en todo el mundo. Porque hoy es el día internacional de Rafael Nadal.
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