Investigación chapucera

Una percepción difusa fruto de una intuición absurda me atravesó y decidí preguntar para comprobar si, en efecto, se trataba de un personal derrape de neuronas o existía cierta base en el presentimiento. En efecto, no suelo creer en las encuestas porque sé que las cifras, en las manos adecuadas, se retuercen para que apunten en la dirección deseada. En cambio, soy un firme defensor de husmear por el barrio para descubrir, siquiera de refilón, hacia dónde sopla el viento.

El caso es que llevaba unos días observando a la gente (ah, la gente) y su deambular y me parecía que andamos todos como un tanto a cámara lenta, como al ralentí, como si portásemos sobre nuestra chepa a un elefante africano y ese peso nos trasladase hacia territorios de inmensa fatiga, de insondable sopor, de espesura mental. Entre otros, formulé la misma pregunta al gorrilla, al cajero del supermercado, a la del horno y a un par de restauradores. Luego, por aquello de ajustar más y mejor la investigación chapucera, en vez de hablar con los vecinos sobre las lluvias y los calores allá incrustados en esa suerte de violencia pasiva del ascensor, también les propiné tabarra a los que coincidieron conmigo. «Oye, ¿has notado a la gente más apardalada estas últimas semanas?». Lo curioso fue que a nadie le sorprendió la pregunta. Fue como si la esperasen, incluso como si pudiesen liberarse al expresar su opinión así a tumba abierta. Todos contestaron que sí. Luego añadieron anécdotas para confirmar esta impresión. Hablaron de tristeza general, de falta de reflejos, de pachorra sin esperanza, de modorra exasperante, de titubeos interminables, en fin... Si esto es verdad, el horizonte a corto plazo no luce demasiado halagüeño. Así pues, o nos espabilamos o saldremos tarde del hoyo. Bueno, igual me equivoco y el único apardalado soy yo. También podría ser.