Ya ha pasado una semana desde la jornada electoral andaluza y todavía no cesan -y tardarán en hacerlo- los análisis sobre la irrupción en el parlamento del partido de Abascal, la hecatombe de Susana y su posible influencia a nivel nacional, las luchas de las derechas por la presidencia y el vergonzoso descrédito del CIS 'marca Tezanos'. Sin embargo, yo sigo enfrascada en la preocupación por los altos niveles de abstención registrados, independientemente de a quién subvencionasen con escaños. Me inquieta la desafección política y la abstinencia democrática exhibida. Pues no alcanzo a hallar el momento en que los ciudadanos decidimos que votar no era importante. Que la política no era cosa nuestra o que no iba con nosotros. Como si las decisiones que en las cámaras se tomasen y las leyes que allí se aprueban no nos afectasen. No nos incumbiesen. Una desidia que, durante los últimos comicios convocados, no ha hecho más que acrecentarse y que ha llegado a situarse ya peligrosamente cerca de la mitad de los votantes de la presunta «fiesta democrática». Una cifra que sólo denota la falta de respeto social por lo público, la escasa responsabilidad ciudadana y la ausencia de todo compromiso y madurez como pueblo. A estas alturas sigo sin encontrar la palabra, o expresión, exacta para delimitar tal desvergüenza. Quizá, como dice mi compañero Pablo Salazar, sea síntoma de una falta de patriotismo o, quizá, sólo estemos ante una cuestión de mera carencia de sentido común. Pero, sea como fuere, mientras sí salimos orgullosos a celebrar el cuarenta aniversario de la Carta Magna, ignoramos que en su primer artículo se proclama que la soberanía reside sólo en el pueblo y no en una irrisoria parte del mismo. Pues, señoras y señores, votar sí es una obligación, aunque ésta sea sólo moral y aunque sea para hacerlo en blanco.
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