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EL JUDO PIERDE SU SITIO EN RUZAFA

Un nieto del pediatra Gómez-Ferrer fundó el Judokan en 1966. Se han ido del barrio donde forjaron a dos olímpicas

Domingo, 15 de octubre 2017, 10:29

De niño, muy niño, me apuntaron a judo en el colegio. He hecho medianamente bien muchos deportes. El judo no fue uno de ellos. Recuerdo vagamente, en las catacumbas del cole, a decenas de chavales con el judogui dando saltitos sobre el tatami, un profesor muy zen y un olor a pies nauseabundo. Era muy malo y creo que no pasé del cinturón amarillo.

Con el tiempo supe ver que a muchos compañeros les vino bien. Yo no entendía que no se corriera en un deporte. Por eso no me gustaba el judo. Como el día que mis padres me llevaron a jugar al golf en Manises. No corres, no es deporte. Perdón por mi ignorancia. Era joven e impulsivo. Con el tiempo vi que ahí encontraron su sitio algunos de aquellos que no se entendían con los balones. Y el judo alimentó su ego maltrecho.

A mí el judo no me dijo nada hasta 1992. Ese año, con la magia que tienen los Juegos Olímpicos, vibré con los triunfos, aquellas medallas de oro históricas, primerizas, de Miriam Blasco y Almudena Muñoz. Desde entonces el judo siempre ha tenido su ventana cada cuatro años porque la tradición sigue proporcionando opciones de medalla.

También vibré con Ana Carrascosa en los Juegos de Pekín, en 2008. Ana, que para mí siempre será la niña de la mochila, como le llamaban sus amigas porque siempre, de entrenamiento en entrenamiento o de viaje en viaje, iba pegada a una mochila, luchaba por la medalla de bronce contra una coreana y a mitad del combate se le salió el hombro. La imagen, rota por el dolor, por el sueño que se escurría de las manos, me llegó muy hondo.

Ana se formó en el Judokan, un club valenciano con más de cuarenta años de historia. De niña, igual que a mí me apuntaron a judo, a ella la metieron a hacer ballet. Pero aquella niña no quería hacer puntas sino irse al tatami, como su hermano, y ponerse a forcejear contra otros. Así que comenzó a escaparse.

El Judokan está en manos de Ramón Gómez-Ferrer, bisnieto del histórico pediatra valenciano, y Vicente Rochela. A Ramón lo conozco de sus tiempos de tuno -nadie es perfecto- y a lo largo de los años seguimos encontrándonos con frecuencia en el río. Cada vez corremos más lento, pero seguimos corriendo.

El club siempre ha habitado en el corazón de Ruzafa, en el número 40 de la calle Cádiz. Llevan allí desde 1975, pero ahora se han mudado porque estaban en el bajo de un edificio que el dueño va a dedicar, por completo, a apartamentos turísticos. Los alquileres por Ruzafa están imposibles y eso les ha obligado a cambiarse a Monteolivete.

Lo bueno es que siguen. Su labor es muy importante. Alimentan un nido con más de 300 polluelos y, sumando los colegios que tutelan y las escuelas que llevan discípulos suyos en otras localidades, aúnan a unos 1.100 deportistas. Niños que igual un día siguen los pasos de Ana Carrascosa o la paralímpica Mónica Merenciano, una chica con unos ojos preciosos que solo le permiten ver como si mirara a través del cañón de una escopeta, aunque la mayoría no lo logrará. Da igual. Allí dentro aprenderán las dos máximas de Jigoro Kano, el maestro fundador de este deporte: perfeccionarse a uno mismo para ayudar a los demás y utilizar la energía (física y mental) de la manera más eficiente.

El club lo fundó en 1966 el padre de Ramón, un médico del mismo nombre que llegó a la selección nacional. Allí le dirigía un maestro japonés al que atosigaba con sus dudas sobre qué nombre ponerle a su escuela. Aquel gurú le explicó, con una lógica aplastante, que si lo que quería era montar una escuela de judo, eso ya tenía nombre: judokan.

El día de la mudanza, Ramón pidió ayuda por el grupo de whatsapp del club y aquel SOS le permitió comprobar el sentimiento de pertenencia de muchos pupilos. Se presentaron más de 30 dispuestos a ayudar en la triste marcha a Monteolivete. Quieren volver a Ruzafa porque después de tantos años la mayoría de sus socios son de allí.

El último fue un hombre de unos 40 años que entró en el club y les dijo que era ciego total y que le había costado mucho llegar hasta allí. Cuando le comentaron que, encima, se iban a otra parte, pensaron que lo perdían para siempre. Pero a las pocas semanas apareció por Monteolivete con su bastón blanco y la bolsa al hombro. Sus ojos no ven, pero su mente y su cuerpo funcionan perfectamente. Todos tienen cabida en el judo.

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