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Durante los últimos días no logro sacar de mi cabeza aquellos -ya, a mi pesar, un tanto lejanos- días en el patio del colegio. De ese entorno perpetuo de risas, jarana y poco, o nada, de obligaciones. En aquel entonces sólo jugábamos para vivir y vivíamos para jugar. Sin responsabilidades, ni complicaciones. Aburrimiento y jolgorio. Aquel inolvidable lugar... Allí donde, como diría el conocido grupo indie, solíamos gritar. Las consecuencias de nuestros actos -y de nuestras palabras- eran nulas. Los ecos de nuestras riñas -internas o externas- irrisorios e imperceptibles. De entre todo, recuerdo la alegría y sobre todo que muy a menudo nos recreábamos con el ya extinto 'juego de la silla'. Un pasatiempo en el que para nuestro deleite sólo debíamos rodear unos viejos taburetes que sacábamos a escondidas de un aula y caminar deprisa. Rodear, correr y ganar. Sólo había un objetivo para los asistentes: que al dejar de sonar la estresante y angustiosa música, tuviéramos un asiento donde descansar la taquicardia. Y, aunque con algún tropezón de por medio y a duras penas, lo lográbamos todos. Menos uno. Todos menos un pobre rezagado que quedaría sin lugar. Quizá me acuerde recurrentemente estos días de aquellos recreos porque, angustiosamente, se asemejen demasiado al actual panorama político en el que, de modo reincidente, todos tornan a cambiar de banco. Sánchez, con la entrada de Más País, ha preferido irse, de nuevo, allí donde Ciudadanos más le hirió: al centro, dejando la contienda por la izquierda con Podemos a su ahijado Errejón. El «plurirenovado» PP de Casado ha optado por intentar abarcar, con bastante acierto según las últimas encuentras, todo el arco de la derecha. Y en todo este baile ideológico, Rivera, que demasiado ha cambiado de chaqueta, ahora parece haberse quedado sin ella. De momento, sólo ha comenzado a sonar la música, y todo apunta a que el catalán se quedará sin sillón, ya veremos dónde queda cada uno cuando se acabe la canción.
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