Hace mucho que no me encuentro con los Reyes Magos. Recuerdo un año que vi sus sombras entrando en la habitación y me metí bajo las mantas para que no supieran que estaba despierta. Esa fue la última vez que supe de ellos. Luego ya llegó la primera visita a la juguetería de la mano del rey mago doméstico. Fui enfadadísima. No tenía ningunas ganas. Él me dijo las palabras mágicas que todo crío desea escuchar, pero ni eso me emocionó. ¡Qué niña no disfrutaría con un «elige lo que quieras»! Pues yo no. Escogí lo primero que vi y lo curioso es que aún lo recuerdo perfectamente. Lo recuerdo mejor que muchos otros juguetes que tuve antes. Era la puñalada en el corazón. La traición representada en un regalo sin alma. Consistía en piezas con escenas de viviendas para montar una especie de 13 Rue del Percebe. Luego el juego me gustó y, si pudiera, aún lo tendría, pero para entonces había un sabor amargo que no se me fue nunca. Que no se me ha terminado de ir.
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Desde entonces echo de menos oír sus pasos de noche y ver las copitas de mistela vacías por la mañana. Ni los mejores regalos que me puedan hacer o los autorregalos que hace tiempo decidí hacerme sin contar con nadie han podido sustituir a aquello. Quizás por eso me encanta visitar tiendas de juguetes, como he hecho estos días, venciendo la tentación de comprarme algunas cosas. Suelo excusarme no tanto con que ya no tengo edad -aunque soy una cría-, sino con la falta de tiempo. ¿Cómo comprar unos moldes de plastilina, un quimicefa o un juego de construcción teniendo tantas cosas importantes que hacer? Cosas de mayores, obligaciones, tareas, recados, trabajos. Sería imperdonable y quizás un tanto frívolo. Pero de cuando en cuando me apetece jugar. Jugar a cosas de críos, no de mayores. Montar un barco pirata, hacer carreras de scalextric o retar a alguien al monopoly. No sé muy bien qué hay detrás de esa regresión pero cuando se cruza un ahijado o su primo en el camino, hago lo imposible por disputar una partida de hockey de mesa o montar una casa con piezas de colores.
En ese sentido, lo bueno de la Navidad es el disimulo. Sirve para comprar delicatessen que en otro momento quedarian un tanto esnob en la mesa o para arrasar con las cosas de críos. Puedes pasarte, como hice yo el otro día, toda la mañana mirando juguetes aunque no vayas acompañada de un niño. En estas fechas todo se entiende y se perdona. Para mí, solo una librería es comparable a la sensación de paraíso. Recorrí cien veces cada pasillo. Me imaginé a mí misma jugando con arena o haciendo un puzzle del Big Ben en 3 dimensiones, probando el Risk de Juego de tronos o montando un circo romano con sus animalitos y sus gladiadores. Me hacía falta, eso sí, ir de la mano de ese rey mago doméstico que hubiera estado encantado de dedicar el sueldo y la extraordinaria a pagar la factura, de sentarse a montar el cinexin conmigo o de dejarse ganar a la oca.
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