Luis se acomoda la escopeta y pide plato. Los rabos de pasa despertaron su memoria y de pronto recuerda todo. Cómo emparedó al rey entre dos torres, esa voz interior que susurró jaque mate, la vehemencia del acorralado Mariano al agarrar los documentos delatores en ruin contraataque para pasarlos por la trituradora... De tan minucioso que es ahora su relato cerraríamos los ojos y juraríamos oír el gruñido de la máquina ignominiosa convirtiendo en virutas el rastro del latrocinio mientras por una barba encanecida se filtra la sonrisa que pinta el miedo al disiparse. Sí, replicamos enardecidos; el revitalizado recuerdo del tesorero nos ayudará a dragar la marisma política. Eufemiano respira hondo ante cada uno de los nombres que como balas de plata le sirve en bandeja Jordi con la frialdad con que desplegaría su catálogo el dependiente de una armería. Mienta este a Fermín, se congela el silencio, deja pasar el interrogado los segundos, de uno en uno hasta sumar once en aparente esfuerzo por sujetar la lengua, infame tictac, y un revelador «si te digo que no me acuerdo no me vas a creer» escapa al fin de sus labios. Que nadie diga que he dicho, pero dicho queda. El conjuro del hechicero regurgitado por el averno para erigirse en cobrador del frac de la pureza del deporte nos devuelve entonces la icónica estampa del galgo soriano, brazos desplegados hacia el cielo olímpico, y alguien habrá que entrevea en las yemas de sus dedos tiesos de euforia los hilos que cuatro años atrás permitieron a Ben Johnson volar más alto que el hijo del viento. Llora Rocío en su potro de tortura mientras el farandulero equipo de cardiólogos del cuché la opera a corazón abierto en sesión continua. Cuenta cómo Antonio David la maltrató, y la respuesta a su desgarro emocional es el linchamiento de la justicia, a la que el pueblo en armas no quiere ya ciega y garantista, sino intuitiva, olvidando que las sentencias se cosen con certidumbres y se dictan en sede judicial. Tres casos, tres pinceladas de este tiempo en que las togas no sólo soportan el acecho de la injerencia política; también el látigo de las acusaciones sin pruebas desde altavoces mediáticos que dan paso a juicios paralelos instruidos en platós, redes sociales y barras de bar. A Mariano y Fermín -ante la ley no hay apellidos- se les reclaman las evidencias que no aportaron sus acusadores, aunque ni eso les libre ya de la condena social; a los tribunales, que violen principios como la presunción de inocencia o el 'in dubio pro reo' para empapelar a un tipo contra el que no hallaron indicios, por creíbles que sean las lágrimas que denuncian y diáfano el dictado de las entrañas. Si firmamos nosotros sentencias no harán falta jueces, y una sociedad sin justicia es mal negocio.
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