La koumpounofobia como rebeldía
UNA PICA EN FLANDES ·
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Ahora que el universo se ha aflojado la faja y que los límites de toda circunspección tienden a relajarse; ahora que hasta el núcleo de la Tierra se ha declarado independentista y que el Gobierno admite lo que ya sabíamos los que hicimos la mili, que nuestros tanques no andan; ahora que algún policía compagina su dura jornada con el sacrificado oficio de actor porno y que los hombres debemos librarnos de nuestra masculinidad tóxica y enseñar la vulnerabilidad (John Wayne, machirulo, por tu culpa no sé abrazar a mi niño interior); ahora que a violadores, corruptos y golpistas se les perdonan años de cárcel y que todavía le queda hasta noviembre a la persona vitamina para coger la escoba de barrer chorradas; ahora que las comadres del ministerio del prejuicio final culpan del hambre al Mercadona y van con antorchas y que la mejor alumna de la Complutense grita que la universidad no sirve para transmitir conocimiento, sino para tener criterio, como criterio tiene la acémila que prefiere que le den hierba; ahora que el desparrame se ha viralizado, puedo decir sin ambages que padezco koumpounofobia, o sea, que me dan grima los botones.
Le pasaba a Steve Jobs, y por eso gastó jerséis de cuello de cisne, y le pasa a Alaska. No es muy común, pero sucede. A mí, en concreto, los botones me parecen un mal necesario, convivo con ellos, pero me resulta desagradable elevarlos a la condición de adorno. Los botones sin función a mitad de la manga que se han puesto tan de moda o el segundo del puño de la camisa me ponen nervioso. Y ese señor cubierto de botones que cada año aparece en el sorteo de la lotería, no puedo contar la inhibición que me produce. De pequeño tenía dos pesadillas recurrentes: darle la vuelta a un botón de nácar y verle venas y que los agujeros de la perilla de la oreja fueran ojales que abrochar a botones cosidos en el cuello. Ahora que hemos ingresado en la edad de los concéntricos, ahora que todos, todas y todes debemos cortarnos por el mismo patrón y vestir el mismo pijama, me da la gana presumir de excentricidad.
Que se sepa: mi aversión al cuello Mao no es ideológica, que también, sino psicológica; su primer botón, el de la gola, resplandeciente como una medalla, chulesco en tanto que cosa no ornamental, me inquieta por su petulancia y falta de modestia botonil. Lo dicho, ahora que se impone el espíritu de la colmena, que las redes sociales nos adoctrinan y que los relatores de la actualidad nos pastorean, ahora, justo ahora, quiero proclamar mi condición de raro, individualista, discrepante. No me amoldo, no me abrocho, no me rindo.
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