¿Qué puede pasar si un adulto de 47 años se pone delante de unos 50 niños de 8 y 9 años? Pues que la ... vida se abre paso. Claro. Y que los chavales acaban enseñando más cosas al mayor que lo que este sería capaz de ilustrar al grupo de zagales. Y eso pasó. Eso me ocurrió a mí esta semana. Que cuando yo acudí a la llamada del colegio Inmaculado Corazón de María para que los nanos aprendieran cómo se trabaja en un periódico, para iluminarles sobre el diario que ellos realizan estos días, en realidad lo que pasó es que ellos me dijeron: la vida es esto: ilusión, ganas, inocencia. inseguridad y curiosidad. Sin eso, estás muerto.
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No esperen aquí nombres de los niños. Ni me los apunté ni es lo importante. Me quedo con sus actitudes. Yo llegué allí con mi chaqueta de traje y mi camisa y acabé saliendo con mi uniforme escolar clavado en el alma. Empecé poniendo un vídeo de Las Provincias. Me vine abajo cuando vi que algunos se aburrían. Luego pasé a contarles un poco qué hacemos cada día en la redacción. Ahí me vine un poco arriba al observar sus caras de atención, de admiración. Esponjas intelectuales recibiendo lo que tenía que decir. Ojalá cada día esa actitud en el día a día. La espuma de mi entusiasmo empezó a crecer cuando pregunté cuántos habían tenido un periódico de papel en sus manos alguna vez en sus vidas. Un bosque de manos se levantó ante mí. «¿Pero ha sido porque estáis haciendo un diario para el colegio?», fue mi asombrada duda. Aseguraron que no. Que en casa de sus abuelos cogían a menudo el periódico. Que mi iaio tiene muchos recortes de Las Provincias colgados en la pared. Que mi 'abu' tiene muchas revistas y a mí me encanta hacer los pasatiempos. Que vivan los abuelos. Y mi corazón se ensanchó: quizás no todo está fiado a la suerte de las webs y las generaciones venideras aún sepan apreciar el placer del olor de las páginas, la sensación de acabar con las yemas de los dedos tintadas.
Pero la lección llegó minutos después. Cuando yo dije si alguno tenía alguna pregunta, alguna duda. De los 50 niños que allí estarían, yo creo que ninguno se quedó sin alzar su dedo índice. Y empezaron a hacer preguntas sobre mi trabajo, sobre mi vida, sobre mis hijos, sobre mis mascotas, sobre a cuánta gente había entrevistado en mi carrera (ni con las matemáticas en la mano lo supe...), sobre si había entrevistado a algún futbolista del Valencia (mi respuesta de que no escribo en Deportes fue de las más repetidas), que si alguna vez había hablado con algún youtuber o tiktoker (las redes arrasan)...
Pero no fueron las preguntas lo que me enseñaron. Fue su actitud. Como la de ese niño ucraniano, uno más entre pares, rubio y de vivos ojos azules, que me dijo: «¿Cuántos años 'tengo'?». Quería decir «tienes», pero no se molestó con mi corrección, yo incrédulo al pensar que trataba de testar mis dotes de vidente. Rompió a reír. Y con él sus compañeros. Me marcaron los papeles que muchos acariciaban como tesoros entre sus manos. Los papeles en los que habían anotado listas de preguntas. Ávidos de saber del recién llegado. La innata curiosidad del único que dijo que quería ser periodista. «¡O presidente!», soltó un colega. Y risas. Su ilusión por saber. Por conocer. Eso me empapó. La inocencia de sus preguntas. La sonrisa cuando veían que se habían equivocado. No el enfado que pasa cuando eso ocurre entre los adultos. Salí de allí sabiendo que la vida es mejor si uno no deja de ser un niño. Que uno crece si acepta que no sabe de todo. Que otros pueden enseñarte. Siempre y de todo. Ojalá el colegio fuera eterno.
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