
Lecciones de un monarca
Según el autor, «nuestra patria necesita que quienes están llamados a dirigir hoy su destino sigan el ejemplar magisterio del rey Fernando III el Santo»
PEDRO PARICIO AUCEJO
Viernes, 28 de mayo 2021, 07:42
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PEDRO PARICIO AUCEJO
Viernes, 28 de mayo 2021, 07:42
Con la sencillez, bondad e inteligencia que le caracterizaban, el Papa Juan XXIII (1958-1963) afirmó en su encíclica 'Pacem in terris' -dedicada a una ... paz mundial fundamentada en la verdad, la justicia, el amor y la libertad- que una sociedad «bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país». Entre variados asuntos vinculados a los derechos y deberes que deben observar los seres humanos y los Estados, este documento contempla la necesidad de que el ejercicio de la autoridad legítima emplee medios moralmente lícitos, de modo que, si los dirigentes proclaman leyes injustas o toman medidas contrarias al orden moral, sus disposiciones no pueden obligar en conciencia, pues, «en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa».
Esta posición de Angelo Roncalli no solo recogía la tradición de la doctrina social de la Iglesia Católica sino la emanada de una concepción del buen gobierno como ejercicio de virtudes en que la política y la moral son inseparables y la vocación de servicio sustituye a la voluntad de poder. En tiempos de gobernantes que -como los actuales- prescinden de Dios e incluso van contra sus principios, resulta difícilmente creíble la realización de aquel desiderátum papal. Sin embargo, ése fue el horizonte que, salvando las diferencias entre coyunturas históricas muy distantes, llevó a Fernando III el Santo (1217-1252) a ser uno de los monarcas más ilustres en la historia de nuestro país.
Habiendo heredado las coronas de León y Castilla, su cometido histórico se labró al socaire de la Reconquista de buena parte del territorio sometido a la invasión musulmana. Alejado de la frivolidad, irresponsabilidad, mezquindad y confusión ideológica y moral de los dirigentes de nuestro tiempo, reunió en su persona las virtudes cristianas y el ardor del guerrero medieval, entregando su vida al servicio de su pueblo por amor de Dios. Dotado de talento y energía para el mando, de valor personal, de gran capacidad legisladora y decidido afán por la cultura, su ideal religioso le impulsó a llevar a cabo una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge.
Apaciguó sus dominios y administró justicia ejemplar en ellos. Pobló, colonizó concienzudamente los territorios conquistados y robusteció la vida municipal. Sostuvo ejemplares relaciones con la Santa Sede, con los otros reyes de España, con sus adversarios los reyes musulmanes, con los prelados y con sus nobles, soldados y pueblo llano. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nuevas Órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de su tropa. Emprendió la construcción de varias de nuestras mejores catedrales. Preparó la codificación de nuestro derecho y -a diferencia de quienes hoy en día tratan de arrinconarlo- instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.
Prescindió de validos e instituyó en germen los futuros Consejos del Reino. A la vez que caudillo intrépido y sagaz, fue hábil diplomático. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional. Arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. Disfrutó durante toda su vida de justa fama de santidad seglar, siéndole tributado culto y veneración ya desde el siglo XIII y especialmente tras su subida a los altares en el siglo XVII.
Si está en lo cierto el profesor Sánchez de Muniáin (1909-1981) cuando dice de este monarca que «parece puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de depresión espiritual», ahora se da la coyuntura apropiada para aprender las lecciones de su modélico magisterio. Sería de gran utilidad para nuestra patria que todos aquellos que están llamados a dirigir su destino imitaran la actitud seguida por san Fernando III e invocaran su ayuda a la hora de afrontar el cúmulo de arduos desafíos que embargan nuestro presente.
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