Muchas veces pienso en la sociedad en la que vivimos y la imagino como una desafinada orquesta. Algunos buenos solistas que no están acostumbrados a ... tocar juntos, y un montón de instrumentistas y vocalistas que no terminan de acertar el compás, o incluso, no saben qué hacer con el don que han recibido. Esto suena más a la V-30 en hora punta, que a la armonía que necesitamos encontrar.
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La imagen creo que es suficientemente gráfica, y no me refiero solo a que nos tengamos que organizar mejor para vivir, o que sea urgente conocer y amar el lugar de cada uno de nosotros en esta vida, ¿me pregunto qué nos hace falta? Porque no podemos conformarnos con menos que la belleza, una belleza que no veremos nunca si no nos animamos a compartir, a dar sin esperar postreras recompensas, a ser capaces de reconocer y amar el don que hay en el otro, porque no podemos aspirar a menos que a ser artistas en el mejor sentido de la palabra.
La enfermedad y la guerra afean el rostro de una humanidad capaz de destruirse a sí misma, en un mundo donde poco a poco el dolor y el sufrimiento llenan el corazón de tantos, y donde tantas veces aplicamos la sordina de la indiferencia o el rechazo. Lo que más mata es el egoísmo, porque antepone nuestro bienestar al de los demás, y nos convence de que lo únicos que valemos la pena somos nosotros. Pero no puede haber vida digna de ese nombre con un corazón que se parezca tanto a una piedra, hay que pedir un corazón de carne, capaz de amar, de ponerse en el lugar del otro, de sufrir y morir por los demás.
Los cristianos estamos viviendo la cuaresma, que es un tiempo que nos invita a afinar nuestro corazón, a rechazar el pecado, y a dejar que la gracia actúe en nuestra vida para que se reconozca en nosotros la melodía de Dios. Tan lejos y tan cerca, lejos para nuestras solas fuerzas, cerca para quien cuenta con la ayuda de Dios. Ojalá seamos capaces de escuchar y no endurecer el corazón.
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Una vez vi a un músico que tocaba en la calle su violonchelo. La música era muy bella, pero la mayoría de personas que pasaban por al lado de aquel hombre no le daban ninguna importancia, ocupados en sus cosas, no tenían tiempo que poder dedicarle. Sin embargo, aquellas melancólicas notas lanzadas al aire, sabían competir con las voces de la gente y el ruido de los coches, y así, alguna vez, llegaban a prender del corazón de algún despistado transeúnte, que más tarde, en medio del fragor de la vida, o en algún momento de verdadera calma, sabía volver a ellas para poner música y letra a algún episodio de su propia historia.
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