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La lengua española y cenicienta

La lengua española y cenicienta

«No conozco lengua alguna, en ningún país, tan desdichada como la lengua española maltratada en su propia casa cual cenicienta andrajosa y preterida»

ANTONIO M. LÓPEZ GARCÍA POLITÓLOGO BRETT JORDAN

Martes, 12 de octubre 2021, 00:57

A veces me pregunto cómo he podido dedicar tanto tiempo a estudiar el mundillo de la política, a menudo nauseabundo. De poco me ha servido. Claro que la política, «noble arte», no tiene la culpa sino los que la 'practican', los políticos, quienes donde no hay un problema lo crean y aseguran su futuro laboral. Si Hanna Arendt levantara la cabeza... Visto lo visto, para entender a estos personajes deberíamos estudiar psiquiatría ya que muchas de sus actuaciones parecen cosa de locos. Podríamos detallar infinidad de necedades y desvaríos y no terminaríamos. Me quedaré esta vez con el asunto de las lenguas: la española y las periféricas, también llamadas vernáculas, como si aquella fuera alienígena. No conozco lengua alguna, en ningún país, tan desdichada como la lengua española maltratada en su propia casa cual cenicienta andrajosa y preterida a tareas que nadie quiere. Torpeza mayor no cabe: es una lengua hablada en todo el mundo, con un enorme crecimiento y que encierra una cultura riquísima y una inmensa aportación a la Humanidad, lo cual conlleva prestigio y oportunidad de negocio. Por ende, a ella llevamos siglos contribuyendo desde todos los rincones de España.

Según el lingüista Ángel López, el español fue «una lengua de urgencia» que hablantes del vascuence articularon «para entenderse con sus vecinos» del sur. El primer testimonio escrito coincide con el primer registro del euskera: las glosas emilianenses (San Millán de la Cogolla, siglo X). Es una koiné central, simplificada y sin adscripción nacional, extendida gracias a peregrinos, cruzados, mercaderes, frailes, etc., gente llana llamada a repoblar los burgos ganados a Al-Andalus. Así, el castellano «nace como lengua común», es decir, como español, y se expande cuando aún Castilla carecía de importancia política. Después, con su apogeo militar, político y económico, la adoptó y le dio ortografía. Toda la nobleza peninsular, con lo que ello suponía de difusión, empezó a hablar y escribir en esa lengua común sin por ello abandonar las otras. Nunca ha sido, pues, un idioma extranjero en ningún territorio español. Por otra parte, el filósofo Carlos Madrid apunta que lo que ocurre aquí con el «castellano» no pasa, por ejemplo, con el italiano al que nadie llama «toscano»; y por aclarar algunas cosas recuerda que el franquismo defendió «la riqueza y la multiplicidad de las culturas de los pueblos de España», y permitió el uso coloquial, y en revistas y libros, de las diversas lenguas, no así en la Administración; y en 1975 decretó su incorporación a la educación.

Decantarnos ante situación tan injusta y desmañada como la actual es imprescindible ya que el asunto de la lengua está politizado al extremo cuando debería estar resuelto por puro sentido común: la comunicación entre seres humanos, cuanto más amplia mejor. Cuestión claramente contemplada en nuestra Constitución y Estatutos de Autonomía. Sin embargo, los nacionalismos excluyentes con su hispanofobia, las izquierdas más o menos radicales y los herederos del terrorismo la rechazan e incumplen con el beneplácito de un gobierno necesitado de su lóbrego apoyo, y su disparatada Ley de Educación a la que auguro corto recorrido por la unilateralidad de una izquierda que habla mucho de diálogo pero que solo lo hace con los citados socios, enemigos que son de la lengua común y que viven momentos de vino y rosas al punto de protagonizar golpes de Estado sin apenas consecuencias legales.

El profesor Juan C. Ramón dice con razón que mientras las instituciones y partidos nacionales se han ido abriendo al pluralismo lingüístico, las instituciones y partidos periféricos se han ido haciendo «más intransigentes y monolingües y ya no ocultan su intención de excluir a los hablantes de español». La última gansada se está perpetrando en el Senado con la obligatoriedad de tener traductores para las lenguas de España, aunque todos los senadores hablan la lengua común. Es otra imposición de los compinches del 'consentidor' que rozaría la prevaricación. ¿Puede un gobierno hacer la estatua ante semejante situación? Desde luego en Francia no, Macron ha zanjado sin dudar el problema priorizando el francés. Mientras, Sánchez copia (cómo no) a Ayuso la Oficina del Español pero con nombre rimbombante, que en eso es maestro, pero permite que se persiga y margine a los castellano-hablantes en media España. Rizar el rizo.

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