

Secciones
Servicios
Destacamos
Leo Messi, como si fuera la estrella de Belén, me guió hace unos días hasta el Ciutat de València. Bajé del metro y me acerqué al estadio deslumbrado por las luces y el gentío. Era un coliseo irreconocible para un viejuno como yo. Así que busqué mi butaca, me senté y comencé a reflexionar. Miré hacia la zona de la prensa y recordé mis inicios, hace 27 años, cuando trabajaba, gratis y mal, para un programa cutre de una emisora de radio.
Le solté a mi chica una frase de viejo: «Todo esto era huerta». Y era verdad. Lo uno y lo otro. El Levante que yo conocí al romper la cáscara de la profesión era otro mundo. Era un equipo de Segunda B que se enfrentaba con medianías de pueblo en un estadio situado a las afueras de la ciudad, rodeado de pequeños huertos e indiferencia. Dos mil personas, fieles irreductibles, tipos forjados en los poblados marítimos, acudían con la bufanda y el puro recordando los tiempos de Vallejo y las leyendas del pasado.
Había más melancolía que fútbol. Pero recuerdo, eso sí, que era un equipo auténtico. Tenía su personalidad y a los rebeldes siempre nos ha gustado nadar a contracorriente; es decir, no seguir al Valencia. Fueron pasando los años y vi ascensos y descensos. El récord de partidos invicto, los gritos de «¡Lorenzo selección!» y jugadores con los que entablé muy buena relación: Peña, Fede Marín, Ettien...
El día del Levante-Barça me costó reconocerle la cara. Ya no quedaba un palmo de huerta, claro. Los alrededores del campo estaban llenos de bares, restaurantes y hasta un centro comercial (¡qué horror!). Y el estadio se ha modernizado algo por fuera y por dentro. El equipo empieza a echar raíces en Primera y durante 25 minutos tuteó al campeón.
Algunas cosas no habían cambiado. Un tío echándote el humo en la cara, otro insultándole al árbitro a grito pelado y otro más llamándole a Luis Suárez uruguayo, convencido de que eso debía ser una ofensa imperdonable.
Más allá del lado grosero del fútbol, generalizado de punta a punta del país, está claro que alguien ha hecho bien su trabajo. Yo, desde la distancia, creo que es Quico Catalán. Al actual presidente lo conozco, de hola y adiós, de los años de Juanfran y Ballesteros, y aprecio que siga saludando aunque ya no escribas una línea del Levante. Cuesta poco ser educado, pero no es lo corriente.
Catalán tiró el tubo de gomina, se atusó el pelo y salió al rescate del club de su padre y de su abuelo. Le llegó de rebote, hace unos diez años, después de que el Levante entrara en concurso de acreedores con un lastre de casi 90 millones de euros. Eran los tiempos en los que todo el mundo miraba hacia otro lado para no ver la deuda vergonzosa e inadmisible de los clubes de fútbol. Pero él, pasito a pasito, fue rellenando el agujero hasta dejarlo en unos honrosos, visto lo visto, 14 millones de euros.
El club está sano, la gente acude al campo en masa y el equipo gana partidos, que es lo que importa a la mayoría. La mayoría que, el día que fui yo, salió por patas en cuanto llegó el tercero del Barça. El Levante ha dejado de añorar su pasado para ilusionarse con su futuro. Más años en la elite, un estadio de este siglo y una nueva ciudad deportiva alimentan a los feligreses del levantinismo. Hay motivos para ser optimista.
Quico Catalán ha pasado de ser un subalterno a convertirse en el presidente más exitoso de la historia del club. Desde su cargo, además, siembra su futuro en la política. Su fama de buen gestor le precederá. Los dos estudiamos en el mismo colegio, en Dominicos, pero con una diferencia, él salió más beato que yo.
También tuvo el privilegio de vivir el estreno europeo del Levante. Aunque entró con el pie torcido. El día del debut, en Escocia, estaba dándole al vicio que le tiene preso, el tabaco, y al tirar la colilla le pusieron una multa.
La Fundación, que la preside mi amigo Vicente Furió, vigila sus pasos, pero parece que es un paseo en barca. Los éxitos pueden con todo. A cambio, le dedica muchas horas del día al equipo de su vida. El resto, a cuidar de su padre, que está muy malito, y a disfrutar de su mujer, que es dentista, y de las gemelas.
La vieja guardia, la cuerda de Pedro Villarroel, le resta méritos. Dicen que con el dineral de la televisión, cualquiera. Pero aquello ya es pasado. Por suerte, ya pasaron los tiempos en los que retumbaba el eterno lamento del histórico Ramón Victoria, quejándose de los accesos. Cuando todo aquello era huerta...
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.