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Zou Meng

La leyenda del beso

PEDRO PARICIO AUCEJO

Sábado, 16 de noviembre 2019, 12:21

Siempre me pareció exagerada la exaltación que de la pasión, la subjetividad y la irracionalidad hizo el Romanticismo literario en su período de mayor intensidad. Un buen ejemplo de ello es la leyenda recogida por Bécquer (1836-1870) bajo el título 'El beso'. En ella se describe lo acontecido a un capitán del ejército francés a principios del siglo XIX, con ocasión de su entrada en Toledo, tras la conquista gala. No habiendo podido encontrar mejor alojamiento para dormir, dicho oficial y su tropa ocuparon una iglesia completamente desmantelada, en cuyo pavimento se apreciaban anchas losas sepulcrales y estatuas de piedra semejantes a blancos e inmóviles fantasmas.

Al día siguiente, este militar se encontró con otros colegas residentes en la histórica ciudad y les comentó que la noche anterior había permanecido insomne pensando en una bellísima mujer de mármol, arrodillada como estatua en una tumba del ruinoso edificio. Sus amigos no pudieron sino reírse de él, por lo que les invitó a tomar unas botellas de champán y a ver la estatua esa noche. Después de beber y emborracharse, el capitán comentó que la estatua era la de doña Elvira de Castañeda -junto a la cual se encontraba la de su marido- y confesó su voluntad de besarla en los labios.

Ante la llamada de atención de sus compañeros por el absurdo deseo que se había apoderado de él, pretendiendo besar a esta mujer de mármol en lugar de a una de carne y hueso, el oficial respondió: «Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza. El beso de [las] mujeres materiales me quemaba como un hierro candente y las apartaba de mí con disgusto; porque entonces, como ahora, necesitaba para mi frente calurosa besar nieve... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... Solo un beso suyo podrá calmar el ardor que me consume».

Dicho esto, se fue el militar a la tumba, se aproximó a la estatua y, al tenderle los brazos para besarla, resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro. En el momento en que intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, su inmóvil marido levantó la mano y le derribó con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.

Romanticismo y ficción becqueriana aparte, hay que reconocer que, en el trance existencial del amor, el beso otorga afirmación al afecto sentido por lo amado y evidencia la pretensión de entrar de alguna manera en lo querido. Como expresión del cariño que se da o se recibe, el beso aporta gozo al ser humano. El entusiasmo que transmite y la vitalidad que inyecta ponen de relieve su valor y la necesidad de su presencia. Sin embargo, encorsetada por la limitación de lo inmanente, esta suerte de caricia se revela tan solo como el proyecto de otro beso que se anhela sin fin y para siempre. ¿Acaso no percibimos que, junto a su ademán, se despierta un afán de inmortalidad con el que se araña en lo humano lo divino?

En este escenario de vislumbrada trascendencia se situó ya el salomónico 'Cantar de los Cantares', uno de los numerosos textos bíblicos en los que se enaltece el amor en la Sagrada Escritura. Más aún, el Cantar se inicia con el deseo de la amada de ser besada por su amado («¡Si él me besara con besos de su boca!»). Ante el escándalo que locuciones como esta producían en muchos, santa Teresa de Jesús (1515-1582) hizo notar que las Escrituras utilizan este lenguaje para hablarnos de la relación amorosa con Dios: «¡Señor mío, como mal experimentados en amaros a Vos, tenémoslo en tan poco [el amor que nos tenéis], que de mal ejercitados en esto vanse los pensamientos adonde están siempre y dejan de pensar los grandes misterios que este lenguaje encierra en sí».

La monja abulense entendió el beso como identificación del alma con Dios, de modo que, por parte del Señor, su beso es la inmersión total de su vida en nosotros, con la que nos inunda y enardece, mientras que, por nuestra parte, ansiar su beso es querer introducirle en su totalidad dentro de nosotros. Más aún, la mística castellana pensó igualmente que el beso de Dios se realiza en máxima plenitud en la Encarnación de Cristo y también cada vez que viene a nosotros en la Eucaristía. Al asumir nuestra naturaleza, Dios se adelantó a besarnos dándonos a su Hijo, por lo que, al estar dispuesto a dárnosle siempre, quiere que nosotros le besemos a Él asumiéndole en la Eucaristía.

No hay duda: la altura de miras de esta concepción teresiana hace imposible la confusión entre el beso que anhelamos de Dios y los que con frecuencia nos damos los humanos, ¡aun cuando disten mucho de los narrados en la leyenda becqueriana! Pero -afortunadamente- la poquedad de estos nos descubre la grandeza de aquel.

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