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Era 15 de marzo de 2020, el estado de alarma tenía horas de vigencia. El pánico a la pandemia acababa de estallar y la Zarzuela lanzaba un pormenorizado comunicado según el cual Felipe VI rompía lazos con su padre. El Rey quería que fuese «conocido ... públicamente» que renunciaba a la herencia económica paterna que «personalmente le pudiera corresponder» con «origen, características o finalidad puedan no estar en consonancia con la legalidad o con los criterios de rectitud e integridad». A continuación, la nota anunciaba que Juan Carlos I dejaría de percibir su asignación anual de casi 200.000 euros. Además, el monarca se desvinculaba de los titulares que le relacionaban como beneficiario de dos fundaciones, Zagatka y Lucum, cuyos negocios con el emérito estaban bajo la lupa de la Fiscalía Anticorrupción. En aquellos idus de marzo las sombras ominosas sobre la fortuna del rey emérito se hicieron tan alargadas que ocultaron aquellas luces que le acompañaron durante décadas. Ignacio Ramonet, en 'Cómo nos venden la moto', escribe sobre un soberano «magnífico» que «aferrado a los atributos del poder, encerrado en su suntuoso palacio, al parecer no había visto que el mundo, imperceptiblemente, estaba cambiando a su alrededor». «Para su gran asombro», hubo un momento en que «sus órdenes no eran más que simples ruidos y no se traducían en actos» porque «el poder se había desplazado y el soberano magnífico había dejado de ser el amo del mundo». Poco después de que la Corona moviese ficha para salvarse de la pira mediática, Abu Dabi, cuna de riquezas del golfo Pérsico, se eligió como destino dorado o exilio blindado para el emérito. Algo estéticamente cuestionado por su cercanía a Arabia Saudí, en la picota por los 65 millones que 'regaló' el rey saudí al entonces jefe del Estado antes de que se produjese la adjudicación de las obras del AVE a La Meca.

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