Si el milagro de la paternidad pudiera desmenuzarse en ingredientes, como un guiso, hallaríamos a partes iguales esperanzas y miedos, orgullo y responsabilidad, y aun reuniendo la mejor materia prima necesitaríamos capacidad de improvisación y una buena relación con la suerte para afinar el punto ... de cocción. Entramos un día al paritorio con cara de susto y salimos funámbulos, y para mantener ese equilibrio entre luz y sombra establecemos una batería de salvaguardas que protegen, así lo decidimos hasta convertirlo en credo, lo único en la vida por lo que vale la pena luchar. Es nuestra red bajo la cuerda floja. Mi hija cuenta los días que le faltan, hoy son trece, para alcanzar la mayoría de edad y romper su corsé de privaciones y vetos. Todavía está inhabilitada para comprar alcohol, e incluso en caso de refugiarse tras algún amigo con 18 años y sortear la ley sólo podrá pagarle por bizum si su familia se lo autoriza. Necesita también nuestro permiso para viajar al extranjero y tendría difícil alquilar una habitación de hotel. No puede pisar estancos o discotecas convencionales. Idealista como todos a su edad, se siente capaz de cambiar el mundo, pero ve obstruido el acceso al voto porque su criterio está aún por curtir. A mi hija lleva años esperándola un coche en la puerta, su volante prohibido como la manzana del Edén al carecer de carné. Dos semanas y se levantará la veda. Si delinquiera antes de fin de mes no acabaría en la cárcel, la ternura de su personalidad pide educación en vez de castigo, y sigue necesitando autorización para ir de excursión escolar, trabajar o tener pleno dominio de su cuenta bancaria, el mismo aval que le ha permitido tratarse el acné, convertir en tatuaje un momento clave en su vida o hacerse un piercing tras vencer mis reticencias de viejo carcamal. Nada de eso queda a su alcance sin el consentimiento familiar, en ocasiones incluso con él, pero de haber coincidido con la ley que amasa el Gobierno mi hija ya podría abortar desde hace dos años, sin pulsar la opinión de su familia, quizá incluso sin que nos enteráramos, bajo la misma unilateralidad que la facultaría para cambiar de género y convertirse en mi hijo. Ahora viene cuando tú me etiquetas y te equivocas, porque este artículo no cuestiona derechos inalienables ni niega la prevalencia del criterio de la niña, que suyos serán el paso y las consecuencias. Esto no va del aborto, sino de madurez. Del riesgo de adoptar en soledad, a la intemperie adolescente, una decisión que puede marcar su vida y cuya ejecución requiere el respaldo emocional más impagable, el consejo de unos padres, salvo que el torrente de modernidad que nos inunda haya decidido convertir por ley el calor familiar en hoguera. También unilateralmente.

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