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Tierna por dentro y afuera corteza, horneada de más por los ramalazos del destino, hicieron bien en llamarla Magdalena. Con Alfonso sin embargo no atinaron, nombre de rey para un alma de bufón, así que pronto decidió cambiárselo por Fofó. Si pienso en ella me ... cuesta encontrar sus recuerdos. Pocos deja una abuela fallecida cuando su nieto apenas cuenta siete años. Un puñado de sonrisas ensayadas, de fotomatón, impresas en tonos sepia; el lejano eco del pelo cardado y gris, color a juego con su vida y todas las que la envolvieron; el regusto que si me concentro aún saboreo de la mistelilla suministrada bajo mano, que no se entere tu madre, tras el mostrador de su churrería, minúscula aunque a mis ojos gigantesca, emplazada junto a las fauces negras y fétidas de la acequia de Rovella... Y por encima de todo su Fofó.
El único ser capaz de tensarle las arrugas tempranas para pintar una carcajada discordante en el rostro monocorde de aquella mujer, sufridora vocacional y permanentemente enlutada, que siempre hay alguien por quien llorar. Tampoco a él me permitió la edad disfrutarlo. Mis payasos de la tele nacieron ya luminosos, camisón rojo hasta pasadas las rodillas, botas imposibles, sombrero al gusto, pero Fofó me conquistó por cuanto hizo por ella. Por ser hombre de palabra y alegrarle siempre el corazón, como prometía en su trova. Para entender el impacto de aquellos tipos, no tan requetefinos como medio chiflaos, hay que haberlos vivido. Ni boomer ni equis ni zeta. Hace muchos años, tantos que el circo todavía no había saltado de la televisión a la Carrera de San Jerónimo, el relevo generacional lo marcaban ellos, dispuestos a cargar sobre sus espaldas con la inmensa responsabilidad de endulzar una dictadura. Los de antes de los setenta eran los de Gaby, Fofó y Miliki, la santísima trinidad, y tras ellos nacerían sucesivamente las quintas de Fofito y de Milikito, con la lujosa aportación del Señor Chinarro y las ya crepusculares anécdotas de Rody y Rita Irasema.
Pero sólo la gracia de Miliki rivalizaba con el aura de Fofó, tan grande que supo ocultar al mundo su condición de payaso triste; como el legendario Marcelino Orbés, cuyo dolor bajo la sonrisa de mentira inspiró a Chaplin en 'Candilejas'. Enmascarar la pena fue la obra maestra de Alfonso Aragón, artista hasta el fin. Lo contrario quebrantaba su código deontológico, pues se puede llorar de la risa pero nunca reír de las lágrimas. Entró al quirófano contando chistes a quienes debían extirparle un tumor cerebral, pese a haber perdido ya el humor, fugado a través de la rendija por la que también pretendía escapársele el habla. Y aún convaleciente nos escribió la memorable historia de la vecina que en la bañera criaba sardinas.
Tres meses y nueve días después del trance se confesaba en 'Directísimo' ante aquel José María Íñigo que lucía pelazo y bigote de mariachi. Dijo que quería vivir muchos años, ilusionarse, volver a hacer reír, pero falleció semanas después, generando un drama social sólo equiparable al de Félix Rodríguez de la Fuente. Murió Fofó y 471 días más tarde lo hizo Magdalena. Fulminándolo a él una hepatitis contraída en el postoperatorio, no sorprendió que a ella también la traicionara el hígado. Mal mundo este en el que las vísceras son capaces de matar al corazón. Fofó cumple cien años, de los que sólo vivió 53. Magdalena poco más.
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